Sé que Katherine con su salto de 15.17 no está del todo satisfecha. Esa sonrisa de dientes fuertes y deslumbrantes como el teclado de un piano, será más ancha y feliz cuando rompa el record mundial de salto largo.

Si esto llegara a ocurrir, los habitantes del planeta podremos celebrar que uno de nuestra especie haya hecho lo que nunca nadie hizo. Es el logro máximo de una olimpíada: servir de escenario y estímulo para esos triunfos que notifican a la especie que los siglos de su historia han sido de progreso y no de estancamiento.

La medalla de oro de nuestro levantador de pesas, Óscar Figueroa permitió ver la dimensión humana de un campeón. Había levantado 139 kilos, más de dos veces su propio peso, limpiamente, de modo que la combinación de fuerza física, disciplina y una voluntad de hierro, habían logrado esa contundente demostración de poder. Sin embargo, cuando acababa de manejar y dominar ese peso mayor que el de su cuerpo, al atleta lo doblegó el peso de su propia emoción y allí, sobre el podio, el mundo lo vio llorar. Alrededor de él creció un silencio solidario y respetuoso.

La gran fuerza que impulsa las hazañas del cuerpo, se había manifestado. En un solo instante el pesista había visto sus años de entrenamiento, el cúmulo de sus sueños, la esperanza de los suyos y todo eso culminaba en este instante de gloria. Había alegría, orgullo, agradecimiento, humildad en esas lágrimas que rodaron mientras sonaban los aplausos.

La antiquísima celebración de las olimpíadas es una fiesta de la humanidad que refuerza, a su vez, sus valores esenciales. Así como las guerras notifican el fracaso humano, su incapacidad para transitar por las vías de lo humano, las olimpíadas son, por el contrario, una perentoria expresión de los valores inspiradores de la especie.

Esa voluntad de romper records que anima a Katherine y a los demás campeones, es una fuente de impulsos a la excelencia, como los que mantuvieron las fuerzas de progreso y desarrollo de la humanidad. No han sido los mediocres ni los resignados un motivo de orgullo para nadie. La humanidad redescubre su vocación a la excelencia cuando, al romperse un record olímpico, grita entusiasmada con la certeza de que era, en el fondo, su deseo: llegar hasta cimas no alcanzadas por la humanidad en toda su historia.

Pero al mismo tiempo rodea de respeto y solidaridad las lágrimas del triunfador que, desde la conciencia de sus limitaciones siente que el triunfo no es suyo solamente; que en él convergen el afecto, la generosidad y lo mejor de los que le rodean. Es la otra dimensión que se descubre desde lo alto del podio.

Hacen bien los medios de comunicación que destacan en sus emisiones y ediciones la figura y las hazañas de nuestros campeones olímpicos. Fue un alivio ver que sobre las trampas y latrocinios de los corruptos, que más que los engaños y pequeñeces de los políticos, que, predominando sobre el interminable relato de nuestros dolores, se imponía la voz de orgullo y de esperanza que viene de los podios.

Si el relato brutal de nuestra violencia acentúa nuestra pequeñez y sordidez, las hazañas de estos héroes de las olimpíadas notifican que no todo está perdido, que existen gentes y ejecutorias de las que podemos enorgullecernos y que aún es posible la esperanza.

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@JaDaRestrepo