Civilización en quiebra
Será difícil de olvidar la ofensa hecha a los colombianos en los compatriotas expulsados ignominiosamente desde Venezuela.
Esas imágenes de la destrucción de sus casas, de las filas de gentes humildes salvando lo que podían de sus pertenencias, por asociación llevan a esas embarcaciones repletas hasta los topes de africanos en fuga y en busca de un sitio para vivir. Al lado de los relatos de esas dos tragedias, las noticias me recuerdan que se han cumplido 500 días del secuestro de más de 200 niñas en el norte de África.
Son dramas que hacen parecer poca cosa el asesinato de dos periodistas, frente a las cámaras de TV por parte de un colega suyo, periodista. La noticia aparece en la misma página en que se relata la obstinación del presidente hondureño en permanecer en su cargo, repudiado por sus compatriotas que lo acusan de corrupción.
Leídas en el mismo día, estas noticias me plantean una pregunta que más bien parece acertijo de concurso: ¿cuál es su elemento común?
Pero en la respuesta encuentro una clave para descifrar uno de los elementos del malestar de nuestro tiempo, que no es solo esa inquietud de cambio de época que se ha comparado con el baile de las serpientes cuando cambian de piel. Es algo más profundo que eso.
Aparece con la reflexión sobre lo que representa para el presidente venezolano cualquiera de esos colombianos expulsados. ¿Puede él, o alguno de sus cortesanos que aplauden el cierre de la frontera, ponerse en el lugar de ese hombre que se ha echado al hombro una alacena de madera para atravesar el río limítrofe y depositarla en el sitio seguro de la orilla colombiana? ¿Tiene en cuenta este presidente el valor y la dignidad de estos miles de personas que, de la noche a la mañana, lo han perdido todo por una medida tomada desde su escritorio presidencial?
¿Se han puesto en el lugar de los desesperados migrantes africanos los que ahora deciden si los aceptarán o no en algún país europeo? Ni qué preguntar sobre los gobernantes de sus países de origen.
Esos migrantes, los que acaban de encontrar muertos en un camión transportador de alimentos, o los que llegaron, también muertos, en la bodega de un barco; o los que rechaza, como si fueran una peste, el aspirante a candidato, Trump, esos seres humanos, ¿le importan a alguien?
Es el ser humano en proceso de devaluación como cualquiera moneda en crisis.
Al presidente hondureño parece importarle más su puesto que sus compatriotas avergonzados e indignados; y al asesino de los dos periodistas, lo mismo que a los asesinos en escuelas y lugares públicos de Estados Unidos los favorece un orden legal en que importa más el negocio de las armas que la vida de la gente.
Sumo estos hechos y encuentro que siglos de civilización, o sea de progreso en el respeto del ser humano, que pareció culminar en la revolución francesa y confirmarse en 1948 en las Naciones Unidas con la proclamación de los derechos humanos, todo eso parece estarse borrando ante la acometida de los nuevos bárbaros producidos por la influencia deshumanizante de la globalización, que hizo del mundo un supermercado, de los sistemas económicos y de la cultura de la levedad creada por los mercaderes unidos a los comunicadores al servicio del dinero.
Tal vez sea útil comprobar que hechos ocurridos en sitios tan alejados unos de otros tienen un nexo que interpela con el mismo énfasis de la vieja pregunta: ¿qué has hecho de tu hermano?
Jrestrep1@gmail.com.
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