Barranquilla

Viaje al corazón del mercado público

El de Granos, Barranquillita, La Magola, El Playón y Ujueta, escenarios entre el ingenio y la decadencia.

El mercado amaneció mojado, pero esta vez no fue culpa de los aguaceros que bañan a Barranquilla. Don Olivero Moreno, un comerciante de 80 años que no sabe si es nativo de Boyacá o Cundinamarca, explicó que se trata de una tubería rota que ya tiene a “todo el mundo fastidiado”.

El charco sucio y hediondo, que bordea al negocio de Don Olivero, moja los tobillos de Estela Ospino, una vendedora de guineos verdes en el popular sector de Barranquillita, en el centro histórico de la ciudad; le da para la comida a dos morenos que se rebuscan con tablas para que las personas no se empaten los zapatos, y humedece las llantas de la bicicleta de Jairo Garizábalo, quien lleva más de ocho años, como él dice, tirando pedal.

En un minuto, sobre las 11 de la mañana, el pedalista del mercado público esquiva tres carretillas de madera y se moviliza liderando una fila de seis bicitaxis escoltadas por una decena de transeúntes que, a primera vista, parecen estar a la cacería del producto deseado por el mejor precio posible.

“Uno se acostumbra a este enrreo (sic)”, dice Garizábalo, mientras seca el sudor de su frente con una toalla roja, pues con su camisa amarilla y empapada no puede hacer ya nada. “Por eso es que dicen que el mercado es el lugar más ruidoso y oloroso de Barranquilla”, comenta entre una risotada.

 Lo dice porque el mercado de La Arenosa pone a prueba el más fino de los olfatos. De repente, antes de que Garizábalo arribe al Boliche, una zona históricamente colmada por buses intermunicipales y camiones que descargan mercancía, se percibe un sutil olor frutal. Tal vez guayaba, quizás mora, o probablemente piña, pero solo dura algunos segundos, pues el aroma es derribado por lo que el ciclista de 55 años llama “la fetidez de Barranquillita”.

“Aquí hay olores elegantes, pero otros que le hacen sacudir la nariz a uno. Te encuentras con lo que menos piensas, ve que te digo”, vaticina Garizábalo, un cienaguero adoptado por el mercado.

​Barranquillita, ubicada entre la calle 6 y calle 30 y entre las carreras 41 y 43B, es un recoveco de la ciudad bordeado por el agua verdosa del Caño de la Auyama, que también rodea las plazas y los mercados de Granos, Ujueta, El Playón, ampliación del Playón y La Magola.

En cada esquina se podría escuchar a alguien pidiendo rebaja, buscando una ñapa, o saludando algún ‘Juancho’. En un recorrido turístico por el mercado público de Barranquillita, Garizábalo hace la prueba de cuántos comerciantes, compradores, transeúntes y trabajadores responden al coloquial llamado.

En el primer intento, lanza un cordial “Hey Juancho, qué” a un hombre que lo queda mirando detenidamente desde la acera, tal vez tratando de recordar si lo conoce o no. Como no responde el saludo, el cienaguero lanza un juicio: “Eso es que ese man no es de por acá”, advierte con desparpajo.

Mientras pedalea por las calles estrechas y abochornadas por el calor del centro, Garizábalo explica que bautizar como Juancho a la gente “es una vaina típica de aquí”. “Si usted no se sabe el nombre de alguno, llámelo Juancho para que vea como le para bolas”, aconseja.

Al segundo intento, funciona la vieja fórmula. “Ajá papi, qué”, le responde un comerciante a Garizábalo, quien no está muy seguro de que en verdad sean conocidos.

​Pregunte por lo que vea, es otra de sus sugerencias. Lo que no se consigue en este mercado, considera, “no se encuentra en ninguna parte”.

 

Hay olores elegantes, pero otros que te hacen sacudir la nariz. Te encuentras con lo que menos piensas

Venta de cachivaches

Por ejemplo, si usted quisiera comprar el galillo de una vaca, el envase del perfume que tiró a la basura hace dos semanas, o quizás, una Barbie tuerta y desnuda, sepa que existe un lugar en la ciudad donde lo impensable representa un negocio: El Playón (ampliación). O por lo menos así lo considera Esmeralda Trillos, una cincuentona de ojos verdes que compra su almuerzo de $2.000 (carne con arroz) gracias a la comercialización de pintauñas secos, muñecas con cabello como trapero y superhéroes en condición de discapacidad. 

Todo es gracias a la venta de cachivaches. Así se les llama a los objetos de segunda mano o reciclados que, a simple vista, podrían parecer de poca utilidad. 

En un mueble de madera con vista hacia el caño, Trillos hace su mejor intento por ofertar sus quince productos. Tiene un espejo de juguete roto, un collar de piedritas decoloradas, un marcador permanente que ya no escribe, un abre latas, un trofeo de ciclismo que no tiene base y algo que podría describirse como un tubo transparente, que ella misma no sabe para qué sirve. “Los niños podrían guardar basurita allí”, se le ocurre de repente.

Lo anterior lo vende por tan solo $500, aunque a veces le toque pedir $1.000 para que cuando los clientes hagan la rebaja, ella lo deje en los ‘quini’, como dicen coloquialmente. Así, de quinientos en quinientos, Trillos se rebusca cerca de $6.000 diarios, una parte va destinada al ahorro y con la otra, busca su comida del día.

“A veces los compañeros me regalan lo de ellos cuando dejan comida, sino yo me compro algo baratico y juera”, dice mientras sonríe, como si la vida fuese sencilla para ella.

​Trillos vive sola. Su única compañía, dice, son sus dos hermanas, que “de vez en cuando” le echan una mano, pues cada mes debe pagar la pieza donde reside, en el barrio Rebolo, que le cuesta $100.000.

Hoy pinta un día bueno. En menos de media hora, se le acercan dos señoras para comprarle cachivaches que les llevarán de regalos a sus nietas más pequeñas. Esther de la Rosa, una mujer morena de cabello blanco a quien, si se le mira de frente solo se le aprecia un diente, se aproxima para curiosear la nueva mercancía. Toma en sus brazos al bebé que le ofrece Trillos, pero como se da cuenta que está demasiado aguado, prefiere no llevarlo. En su lugar opta por una muñeca vieja, que dice servirá para su nieta más pequeña.

​Después de comprar sus medicinas en una droguería cercana, Mercedes Marriaga paga $1.000 por dos obsequios para Saray, su nietica de tres años. La abuela, procedente del barrio Costa Hermosa, queda atrapada por la mirada bizca de una Barbie sin ropa y de un pony sucio.

“A mi peladita no le importa sino son juguetes nuevos. Está chiquita y ella juega con todo eso”, dice Marriaga, mientras empaca sus regalos en una bolsa de plástico blanca.

Un muñeco sin relleno de algodón, un espejo roto, y una Barbie tuerta, entre los cachivaches que vende Esmeralda Trillos, en El Playón. César Bolívar

Motiladas para indigentes

En El Playón, Lourdes Hernández, de 57 años, enciende su maquinita podadora de pelo sin ningún tipo de discriminación. Tiene una pequeña peluquería, de tres paredes blancas, un abanico y una sola silla, que se llama ‘El sol brilla para todos’. Desde allí se dedica a atezar y arreglar las cabelleras de sus clientes por $2.000 aproximadamente, excepto para los fieles, a quienes no les cobra ni un peso.

Los preferenciales son los habitantes de la calle, quienes llegan hasta el local 728 para que Doña Lourdes les haga el favorcito de quitarles el pelo sobrante. 

“Aquí se van ellos bien contentos porque yo los peluqueo a cambio de nada. Uno tiene que entender que no todo el mundo anda con plata y ellos están más necesitados que uno. Por eso les ayudo”, comenta Hernández, quien sonríe mientras corta con tijeras las cejas blancas de un señor moreno.

A su lado está, perdido en el mundo de las fragancias, un hombre de lentes gruesos y sombrero café, que parece sacado de una película de los años 40. Es Charlie Andrade, quien conduce toda su concentración a un frasco de perfume vacío.

Con un brillo fino de cocina, el de bigote negro limpia delicadamente el envase, tal como lo ha hecho con una pila de ejemplares similares que le traen los recicladores a su local, para que él los deje como nuevos y los pueda vender.

“Ellos hacen su tarea que es buscar los frascos en las basuras de los barrios del norte. Eso me lo venden barato a mí y yo me encargo de ponerlos elegantes para que se revendan”, explica Andrade, quien comercializa sus envases usados mínimo por $1.000.

La misma gracia hace con las cajas de perfumes. En su cuartico tiene atiborrada las mesas con las presentaciones de las mejores y más reconocidas marcas de perfumería del mundo. Andrade ofrece desde Chanel, Dior, Lacoste y Boss, hasta otras marcas que tienen borrado ya el nombre.

El ‘arte’ de retocar las botellas de perfume, así como de cortar el pelo a indigentes se realiza en El Playón al compás de los cuchillazos de los carniceros. En materia de gastronomía, de la misma manera que en la de estética, pida por lo que usted quiera.

​Arriba de los mesones de baldosa blanca, manchados por el tiempo y maltratados por la mano dura del carnicero, se exponen todo tipo de carnes. Tienen, acostados y guindados, carnes del cachete, úteros y galillos de la vaca —estos últimos se utilizan generalmente como comida para perros—. Se vende además tripa ancha, cuajo de res y chinchurria (tripas).
El precio por la libra de las carnes está sobre los $1.500, coinciden algunos comerciantes.

Si usted quisiera comprar el galillo de una vaca o  una Barbie tuerta, sepa que existe un lugar donde conseguirlo

Día de ratas

Mientras los carniceros afilan utensilios, se escucha el choque de las manos y los saludos efusivos de Nacho, un vendedor de cachivaches de 36 años que camina por El Playón, como Pedro por su casa.

“Ajá, cara de perro… estás barrigón”, bromea a un colega, a quien le pega con el codo en la barriga. El hombre solo ríe y responde con un cocotazo. 
Nacho en realidad se llama Fernando Sáez. Hace 12 años merodea las entrañas del mercado público para rebuscarse el sustento diario y por eso cree que se conoce el Centro de Barranquilla “desde la A hasta la Z”.

Como si contara un secreto, narra las bondades de aterrizar en el popular mercado de las pulgas. “Aquí tu consigues zapatos Nike desde $2.000 y te duran siete meses para trabajar. Nosotros los cosemos y los pegamos con bóxer. Encuentras tintes para el cabello en $1.000 y hasta extensiones de $.4000”, asegura con convicción.

​Mientras transita y esquiva vendedores de pescado, hombres cargando bultos, y compradores curioseando ofertas, Nacho confiesa que le apasiona el mercado porque es una “enorme familia”.

“Mira, si la señora del restaurante hace arroz blanco y la otra arroz de coco, entonces se intercambian para que las dos puedan vender ambos tipos. Aquí nadie se deja morir”, cuenta mientras pasa por la zona de comidas, que huele a pollo guisado y pescado.

​Aclara, sin embargo, que no a todo el mundo “se le puede estar ayudando”. Un día se presentó en El Playón un hombre que no era costeño, pero que tampoco logró identificar de donde venía a “vender una vaina que ni por ahí”.

“Era como una natilla asada, que parecía leche cortada. Nosotros le dijimos que iba a terminar mal porque eso no se ve aquí. Duro como tres semana con el mismo producto. Yo se lo dije. En cambio si vendiera arroz de lisa con guarapo, eso se le va de una”, dice Nacho.

 De los días que más recuerda en sus años de trabajo, está la invasión de ratas que, de repente amenazó al mercado. Sáez narra que salían decenas de roedores del caño, que parecían “conejos, leones y gatos”. 

“Eso fue una locura, la gente brincaba con pánico. Resultó que habían echado un veneno para ratas y eso las tenía alborotadas, corriendo por todas partes. De ese caño ese día salieron hasta culebras y babillas”, recuerda.

Los almuerzos que se ofrecen en La Magola, de mucho sazón pero pocas ventas 

A la orilla del Caño de la Auyama, con una vista exclusiva en el mercado, Doña Nidia Cabarcas prepara un sancocho de hueso. El humo que sale de su estufa de carbón anuncia que pronto serán las 12 del mediodía.

Por eso se apura y le da la vuelta al pollo guisado que tiene acostado en el sartén. Repite el proceso con la carne frita, guisada y el pescado. Ella es una de las propietarias de los casi 70 locales del segundo piso de la plaza La Magola, que en su mayoría tiene fines gastronómicos.

Cabarcas confía en que el sabor de sus comidas se derrite en el paladar de quien la visita, aunque dice que son pocos porque La Magola “está decayendo”. Por eso, dice no encontrar más remedio que quedarse complaciendo a sus nueve clientes fijos, unos trabajadores que se dedican al aseo de la ciudad.

Los consiente tanto, cuenta, que les prepara el almuerzo según el presupuesto que tengan. Si por ejemplo, alguno de ellos solo cuenta en su bolsillo con $2.000, ella les acomoda un plato con carne, arroz y granos, que valga lo que hay en el monedero.

Hace 18 años el Distrito entregó a comerciantes un escenario para sus negocios y desde ese día la madre de cuatro hijos cocina todos los días. Mientras sacude su camisa para recibir un poco de fresco, lanza una sonrisa pícara y alega, con orgullo, “así es que he sacado mi familia adelante”.

Su compañía es un gato de pelaje dorado y dormilón, que no se le zafa de encima. A cada cucharada, cambio de olla, encendida de fogón, el felino se acomoda allí, cerca de los pies de Cabarcas.

En comparación con el resto de restaurantes, la situación de Cabarcas no es ni mejor ni peor. Algunos cocineros de La Magola aseguran que la clave está en comercializar su comida afuera, puesto que son conscientes de que las ventas de comida al lado del caño, “no es algo que apetezca tanto”.

A pocos locales de Cabarcas, Enilse Gamarra empaca el corrientazo para las peluqueras de diferentes estéticas. Por $5.000 les ofrece filete de róbalo, carne asada, en bistec, guisada, molida y bofe. 

“Nosotros vamos y se los llevamos a ellas, es mejor así. No me va mal y estamos creciendo”, cuenta Gamarra, quien diariamente puede vender 80 almuerzos.

“Yo empecé apenas hace tres vendiendo en mi casa, pero de un momento a otro, a muchos trabajadores del centro les gustó la comida y no podía con tanto. Por eso decidí venir aquí”, cuenta Gamarra, entre el humo de la carne asada y la frescura de la ensalada de lechuga y tomate.

Nidia Esther Cabarcas, de 63 años, prepara un sancocho de hueso en La Magola. Luis Rodríguez

El mercado de Granos, un semillero de plantas, artesanías y ropa de segunda mano

El Indio Zabaraín Jr. no tiene intención de hacer trabalenguas, pero cuando se le pregunta por lo que vende en su tienda, él responde inmediatamente, casi sin respirar “yo te tengo la salsa parrilla, gualanday, vira vira, tuba tuba, amargón, agenco, nuez moscada, diente de león, cascara de marañón, uña de gato, pata de vaca, cebo de chivo, jamaica, caléndula, moringa y cristal de sábila”.

El discurso de plantas medicinales está aprendido desde que tiene 7 años, cuando acompañaba a su padre Leandro Zabaraín, un cienaguero que tomó nota de las enseñanzas de los indígenas koguis de la Sierra Nevada de Santa Marta.

​Pero su juego de palabras no termina allí, pues ni siquiera ha explicado los beneficios que tiene cada una de la plantas ya mencionadas. Para eso sí toma un poco de aire y repite “te sirve para el hígado, el colón, el colesterol, los niveles de triglicéridos, la próstata, la mala circulación, cálculos y para la inflamación”.

La explicación de Zabaraín la da desde su mesón de madera en el Mercado de Granos, que vende más ropa usada, artesanías y plantas medicinales, que granos.

En su centenario habitáculo de matas, Zabaraín se ubica siempre cerca a su amuleto, un coco con cara de indio que funciona como aseguranza para que el negocio nunca decaiga.

Para la limpieza personal, otro trabalenguas medicinal. “Te tengo el abrecaminos, la estancadera, el saca saca, ven a mí, voy a ti y muérdago, hechos del pájaro del nido macuá”, dice sin cortar palabras.

De los más apetecidos y pedidos por sus clientes, cuenta que están las lociones amorosas. Las mujeres, sobretodo, “me encargan un ven a mí y luego regresan hasta por diez… será para que el marido les dure toda la vida”, asegura entre risas.

El moreno canoso da su palabra de que “esto sí funciona” y explica que para notar los cambios, es necesario cocinar la toma con manzanas, clavitos y canela.

En su colmena también tiene una hilera de frascos de Coco Anís, que asegura utilizar para envasar preparados de palitos, los cuales lleva a finales de año para el municipio de la Villa de San Benito, en Sucre.

“Esto contiene palitos de malambo, contra capitana, contra gavilana, contra cruceta, contra chuchuguaza y sirve para las dolencias”, explica Zabaraín.

“Con tan solo una copita, se te quitan los cólicos menstruales”, vaticina.

Mientras habla y recomienda matas, un comerciante cercano le corta la inspiración y aporta su percepción sobre El Indio, como le llaman sus conocidos. “Tiene 66 y parece un pelaito a punta de mata”, dice.

Leandro Zabaraín Jr. junto a su centenaria colmena de plantas medicinales. Luis Rodríguez
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