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Guía para identificar las diferentes mochilas costeñas

No solo las wayuu y las arhuacas son apetecidas en Expoartesano. La comunidad wiwa, y hasta las de Chorrera, Atlántico, tienen representación en la feria artesanal.

El universo de las mochilas está en expansión. Los artesanos aún no saben qué o quién conspiró para que, de un momento a otro, desde hace casi cinco años, las vueltas ascendentes que dan con aguja en mano llamaran la atención de un público que ignoró casi por completo la existencia de una de las piezas artesanales que mejor definen la idiosincrasia de los pueblos Caribe, pues, aunque diferentes en técnicas y apariencia, son transversales en la conversación sobre la cosmogonía de los pueblos de la región.

Tal vez el discurso de “pensar local para ser universal” hizo mella, aunque tarde, en los colombianos que hoy preguntan insistentemente por uno de esos bolsos tejidos colgados en los pasillos de Expoartesano, en Medellín. Pero afortunadamente llegó, dicen sus creadores, expertos en el arte de la paciencia.

“Hace diez años atrás, esto no tenía mercado. Ahorita está en exposiciones, en las mismas casas”, dice Iris Aguilar, la mayor de las wayuu presentes en la feria, como tejiendo las palabras al ritmo que hace lo propio con aguja en mano y una base de lana sobre su mesa.

Ella fabrica el tipo de mochila más popularizado en la actualidad, las wayuu, cuyo impulso comercial las ha apalancado mediáticamente. O viceversa. Ahora también se ven por ahí forradas de cristales Swarovski y otro tipo de materiales de lujo, adornando vitrinas de marcas igualmente premium.

Pese a ser las más famosas –a juzgar por los pedidos y las redes sociales, plagadas con sus imágenes-, no son las únicas. La anatomía de la mochila costeña pasa también por la monocromía y la incorporación de técnicas más actuales y procesadas, pero igualmente valiosas en la labor de actualizar este producto artesanal que, como muchos otros de esta categoría manual, corre el riesgo de estancarse si no se innova.

De wayuus y wiwas

Iris asegura que, aunque el tejido del croché es universal, “nadie maneja los diseños que los wayuu les hacen a las mochilas”. Estas iconografías geométricas, llamadas kannas, son las que definen, en gran medida, la anatomía de estos bolsos tejidos en La Guajira.

Los cordones, terminados en borlas, y la forma de hacer las agarraderas también le dan representatividad a la pieza, tejida siempre por hilos Miratex y de algodón o carmesí de colores fuertes, otro de sus rasgos diferenciales.  “Siento que la gente le da el valor”, subraya la artesana, proveniente del territorio Makú, a una hora de Riohacha.

El precio de las horas frente a los hilos, tejiendo y copiando los diseños que están en su cabeza, está tasado entre $45.000 y $250.000, aproximadamente, dependiendo del tamaño de la mochila.

En contraste con estos bolsos guajiros están otros coterráneos suyos para los que la historia no es la misma. En Curazao, corregimiento de San Juan del Cesar, en La Guajira, también se hacen mochilas de ancestralidad indígena. Los wayuu comparten territorio con el legado de los wiwas, que bajaron de las estribaciones de la Sierra Nevada para asentarse desde hace muchos años en suelo guajiro.

“Los abuelos míos eran indígenas”, relata Alejandro Vega Maestre, sentado en el extremo derecho del pabellón blanco de Plaza Mayor, el recinto ferial que acoge Expoartesano. Delante de él se alza una colección de mochilas de apariencia rústica, lo que habla de la principal característica de este complemento manual. Es hecho en fique, a partir de una máquina artesanal denominada carrumba.

“Nosotros tenemos que extraer la fibra totalmente a mano”, cuenta el creador, quien desde hace 30 años aprendió este arte de fabricación de mochilas, pero su participación en las ferias y el espectro artesanal del país ha sido intermitente. Participó en Expoartesanías, en Bogotá, en el 88, en 2000 y 2015. El porqué de su irregularidad en el proceso junto a Artesanías de Colombia: “esto se está rescatando hasta ahora”.

Es que muchos desconocen que detrás de ese bolso se necesitan tres personas para fabricarlo: “uno que empata (los tejidos largos), otro que va hilando y otro que da el cadejo, que son manojos y se va sacando por pedazos”. No es fácil lograr la imagen mental del proceso a partir de la explicación de Alejandro. Es más sencillo calcular que el proceso total toma entre 10 y 15 días, incluyendo la tintura, si lo requiere. “Hervimos la madera, las flores, si conseguimos, por 30 o 40 minutos”. Así se obtienen no solo el marrón y beige predominantes en las mochilas, sino la coloración rojiza de algunas franjas e, incluso, un verde musgo.

Los colores ayudan a crear diseños, aunque el asunto sea más básico en este punto en comparación con la estética wayuu. ¿El valor de estas piezas? “Si valoraran el trabajo que tiene una mochila, hasta $200.000 está bien. Pero aquí la gente dice que están muy caras y toca en 170, 180”, relata Alejandro, el líder de la comunidad wiwa de San Juan del Cesar, con varias familias involucradas en la elaboración de estos bolsos. Treinta personas de las que depende mostrar que La Guajira tiene mucho más que herencia wayuu.

Tipos de mochila


Mochilas hechas por Kankuamos.


Muestras tejidas por indígenas wiwas.


Las coloridas mochilas wayuu.


Mochilas de Chorreras, Atlántico.


Mochilas de San Jacinto, Bolívar.


Ejemplares de mochilas arhuacas.

Las kankuamas

Las mochilas de Alejandro se parecen a las de Gonzalo Mendiola, un “atanquero de pura cepa, kankuamo”, que llegó del resguardo indígena de Atánquez, Cesar, para demostrar que su comunidad también configura en el radar de estas artesanías costeñas.

Dice este agricultor y ganadero que el fique es también su materia prima. La fisionomía de sus piezas es prácticamente igual a las wiwas, aunque se apresura Mendiola a asegurar que estas, las kankuamas, están siendo elaboradas con la ayuda de la makana, un instrumento parecido “a una pala para quitarle a la hoja de fique la parte vegetal, que solo quede la fibra”. También se pasa por un tratamiento de suavizado para que su condición rústica no asuste a los clientes, que suelen quejarse de este punto.

Las tonalidades verde, mostaza, roja, negra y amarilla también se distinguen en las mochilas kankuamas, aunque su precio sea considerablemente diferente. “Están entre 40 mil y 110.000 pesos la más cara”, explica Gonzalo, quien ha logrado vender cerca de 200 mochilas en lo que va corrido de feria.

Las arhuacas

Atiduneika Izquierdo viene de Jewrwa, una región de la Sierra Nevada de Santa Marta. Está forrada en piel de lana de ovejo en forma de manta y gorro. Y está tejiendo la base de una mochila que no es arhuaca, como su comunidad. Pero ese parece ser solo un pasatiempo, pues en su pueblo indígena no se teje tan fácil uno de sus característicos bolsos, esos que se llevan cruzados sobre sus vestimentas blancas y largas.

Expone, con voz de quien sabe rotundamente de lo que habla, que son los ovejos vírgenes los que proveen de lana a su comunidad para crear estos productos que, aunque comerciales, representan cierta solemnidad arhuaca, pues llevan “el pensamiento de la mujer reflejado en la mochila”.

El género femenino es el único facultado para darle vida a estas piezas, vestidas por la naturalidad de los tonos de la piel de las ovejas, y sin ningún tipo de tratamiento para alterarlos. “Las mujeres aprendemos a tejer primero en fique, luego en algodón y luego en lana de ovejo”, refiere Atiduneika.

La aguja capotera, puntada por puntada, se convierte en el elemento base de la mujer para gestar estos diseños que “no inventamos”, sino que vienen dados por los referentes femeninos indígenas de su comunidad. “Cada mochila es un fragmento de la cultura arhuaca”, lo resume muy bien Izquierdo, quien agrega que esa labor artesanal, que contribuye al sustento de este pueblo indígena, entrega piezas al mercado entre los 50 mil y 400 mil pesos.

Es el valor de casi tres meses de trabajo, pues “una mujer arhuaca teje en el año cinco, máximo siete mochilas”. Son los designios de la tierra, de los ovejos, de la visión del mundo que se tiene allá arriba de la Sierra Nevada.

Las chorreranas

Las mochilas también son cosa de mujeres en Chorrera, corregimiento de Juan de Acosta, en el departamento del Atlántico. Sesenta y seis artesanas se convocan a diario en un centro de acopio que, en diciembre del año pasado, fue entregado por la Fundación Gases del Caribe y la Gobernación para un mejor cumplimiento de la labor de las tejedoras.

Este avance, al igual que su consolidación como agremiación y marca, denominada Arte & Tejido, habla de la contemporaneidad del trabajo de las chorreranas. De las mujeres y sus mochilas, las más vanguardistas en lo que a diseño se refiere.

El apoyo de la empresa privada ha sido fundamental para que el trabajo manual de este corregimiento, desconocido incluso por muchos atlanticenses, llegue a escenarios como Expoartesano o Colombiamoda, la feria de moda más importante del país, a la que llegan las artesanas cada julio, desde hace cuatro años, a mostrar su más reciente colección.

Trabajan con colecciones y catálogos, apoyadas por la guía de la diseñadora Claudia Buitrag, quien ha liderado el proceso de actualización de los diseños de estos bolsos, que han encontrado variaciones hasta en carteras y ‘clutches’. Intervenciones con cueros y pedrería se han incorporado a las creaciones, coloridas por donde se vean, y que han plasmado desde grafías tribales, flores exóticas e iconografías folk hasta los rostros de Frida Kahlo y Gabriel García Márquez.

Yamelis Molina Rodríguez, la líder de las artesanas, señala que, aunque también trabajen el croché, “la técnica es diferente a la wayuu”. Las chorreranas trabajan con doble hilo, dos hebras por color –y pueden usar simultáneamente hasta 18, aumentando el grado de complejidad-, por lo que el punto en estas mochilas es mayor, lo que las hace fácilmente reconocibles. Eso, por supuesto, también repercute en su valor, que está entre los $150.000 y $400.000.

Y San Jacinto también

De croché también saben en San Jacinto, Bolívar, en el corazón de los Montes de María. Ni la violencia, llámese guerrilla o paramilitarismo, pudo sacar del camino las mochilas que hoy cuelgan al borde de la carretera principal que cruza esa zona. Los bolsos elaborados con Miratex llenan de color el recorrido, pintado de gris asfalto y verde musgo.

El fucsia, el azul, el amarillo y el rojo también caben en el panorama, pendidos en forma de rayas, especialmente horizontales, el principal motivo que rodea estas artesanías. También, la huella digital de esta variedad de mochilas, que es fácilmente reconocible, si se quiere, por el doble punto –más grueso que una wayuu, menor que el de las chorreranas- y por las líneas que le dan la vuelta a la pieza, y que conforman grandes franjas unicolor o matizadas a dos tonos.

María Buelvas, sanjacintera de 53 años, aprendió hace 22 el arte del tejido. La lana y el algodón son sus principales insumos. Pero también sabe convertir un telar de hamaca en una mochila arcoíris, forrada en su interior con tela, por lo que su precio incrementa. Entre 40 y 60 mil pesos está tasado uno de estos tradicionales bolsos, pero si encima llevan el arte de hilar hamaca, podrá incrementarse unos 10 mil pesos.

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