Cada vez que me atrevo a afirmar en público que estamos viviendo en la era del fin del libro desato unas pasiones como las que suelen animar las discusiones políticas o religiosas. Esas pasiones casi siempre están empeñadas en refutar mis argumentos. Algo tiene ese objeto, el libro, algo místico que promueve a su alrededor una defensa visceral.
Yo mismo, como lector que he sido toda la vida, entiendo del apego y la veneración que suscita. Pero aún así insisto en que su final está cerca. Los incrédulos caben en dos grupos. En el primero están los que cometen el error de confundir el ‘fin del libro’ con ‘el fin de la lectura’. Aún en esta era de medios digitales nunca he pensado que estemos dejando de leer.
El Internet sigue siendo un medio primordialmente textual, y por ende la mayoría de la información que consumimos a través de él es leída. Claro, esas lecturas se hacen en las pantallas de computadores, celulares y otros dispositivos, en vez de en encuadernaciones de hojas de papel. Pero la experiencia de todos los días nos indica que, gracias a la Red, probablemente hoy estemos leyendo más que nunca. El segundo grupo es el de los fetichistas. Según ellos, el libro, como objeto, nunca podrá desaparecer. El libro es tecnología inmanente, tan perfecta y adaptada a los humanos que su existencia es inseparable de la civilización, como la rueda o el fuego.
Seguramente nunca prescindiremos de la rueda o del fuego, pero ningún invento tiene garantizada su supervivencia en todas las eras. La brújula y el sextante se usaron durante siglos, pero dudo que un navegador actual los prefiera a su GPS. El ábaco se ha usado durante más tiempo aún, y en algunos lugares del mundo todavía se aprende su manejo, pero las sumas y restas del comercio se hacen en calculadoras de bolsillo. El libro tal vez no sea más permanente que otras herramientas que cumplieron un propósito durante siglos, hasta que fueron reemplazadas por otras más prácticas.
No pienso que se vayan a dejar de imprimir del todo libros y revistas (aunque sí creo que los diarios de papel tienen los años contados). Seguirán existiendo como objetos de culto y de colección —como los discos de vinilo o las Biblias de Gutenberg—, y como depositarios de la nostalgia y del anacronismo (si nos caben dudas sobre esto último, preguntémonos por qué quince años después de la popularización del correo electrónico todavía hay empresas y personas que usan el fax).
Pero perderán la hegemonía que han tenido sobre la distribución del conocimiento por más de cinco siglos. Las tentaciones para ello son demasiado grandes.
La primera tentación obedece a nuestra cada vez mayor expectativa de inmediatez. El Internet nos ha acostumbrado a un gran mercado global en el que todo se consigue, y en el que los bienes del conocimiento se transportan inmaterialmente y enseguida. Solo lo estrictamente material —muebles, vehículos, ropa, comida— es transportado; lo demás —libros, música, fotos, video— viaja como información pura.
La segunda tentación es más poderosa. ¿Por qué talar árboles para comunicar ideas, cuando existen alternativas que no requieren papel? ¿Cómo justificar la quema de combustibles fósiles para transportar —a diario, en el caso de los periódicos— millones de toneladas de árboles muertos, cuando la distribución se puede hacer por vía electrónica? Ese enorme ahorro para los productores, disfrazado bajo el argumento tan apreciado por nuestra era del beneficio al medio ambiente, será el punto final para esta tecnología, que nos sacó de la Edad Media y nos condujo a la Era de la Información.
Thierry Ways