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Se robaron el cuadro

Pantalón corto de caqui, camisa a cuadros rojos, azules, grises y blancos; zapatos de caucho –en ese entonces no se les decía tenis–, con medias vaciadas sobre el tobillo, lucia esa mañana. Observaba, con la cabeza inclinada hacia un lado, los cuadros expuestos por los estudiantes del profesor Joaquín Puello en las vitrinas del almacén J.V. Mogollón, para el concurso anual de dibujo patrocinado por lápices Prismacolor. Pasado un rato, y habiendo repasado cada uno de los dibujos, ingreso al almacén. Fue directo a la sección de arte, como solía hacer cada vez que pasaba por allí. Se detuvo delante del largo mostrador donde exhibían pinturas al óleo de variados colores y diferentes marcas y tamaños; pinceles de mangos cortos y largos, de terminales planos, redondos, en punta y los llamados lengua de gato, con pelos diversos, desde la cerda burda hasta la pelo de marta y de camello, que en realidad son de pelo de ardilla, de pony o de cabra; paletas de diferentes tamaños, cuadradas y ovaladas, todas en madera blanca o carmelita. Abigaíl, la empleada encargada de la sección, se acerco a saludarlo e indagar qué se le ofrecía, mas la timidez lo contrajo en sí mismo, volteo y se retiró.

En su casa, de una gaveta sacó el estuche de lata que contenía una hilera de pastillas de acuarela. Los colores estaban corridos unos sobre otros. Tomo un cuaderno de dibujo donde ya había delineado la bahía y el morro de Santa Marta y mojando un pincel despelucado con agua, en un frasquito, empezó a esparcir azul y blanco en lo que sería el cielo y el mar. Como el pincel no cargaba suficiente pintura recurrió a un pedazo de trapo y a la yema del índice derecho. El azul resultó muy intenso por lo que hubo de aplicar blanco para aclararlo y amarillo para darle tonalidad y apariencia a la sección de mar. Para el morro ni los trapos ni la yema le servían y menos el pincel que ya había quedado sin una hebra de pelo, necesitaba algo aplanado, una espátula. Lo cual solucionó con un palito de paleta al que le hizo un corte oblicuo con una cuchilla de afeitar. De esa manera empezó a utilizar el material de la acuarela, ablandado por la humendad, como si fuera pasta de óleo, con lo cual resolvió las manchas de pintura del morro.

Con dinero ahorrado de la merienda para el recreo en el colegio, algunas extras dadas por el padre o la tía, sumado al que recibió de algunos parientes como cuelga el día de su cumpleaños, logro juntar el valor de una caja de pinturas al óleo. Azorado llegó a primera hora al almacén J.V. Mogollón, entró con pasos largos y moviendo la cabeza hacia cada lado con los ojos bien abiertos: “Abigaíl… Abigaíl…”. Se acercó al mostrador donde atendía Abigaíl, en la sección de pintura. “Dame una… Dame una de esas de 36 colores” La dependiente puso sobre el mostrador un estuche de madera color café en el que se hallaban ordenados 36 tubitos de colores y uno más grande del blanco; una botellita con esencia de trementina, otra con aceite de linaza y otra mas con barniz; en un compartimiento a lo largo dos pinceles planos y dos redondos. Canceló en caja y le sobraron algunos billetes. Igual de agitado a como llegó, se acercó donde Abigaíl para despedirse.

Pasaba horas contemplando la caja de oleo con la tapa levantada sin tocar nada, sólo observaba detenidamente, como tratando de convencerse a sí mismo que ya tenía su estuche de pinturas. Así pasó varios días. Cualquier otro, llegó de la calle con una lámina de lienzo montada sobre cartón del tamaño de una hoja de carta y una postal con la iglesia de San Sebastián de Rábago, Nabusímake. A lápiz pasó el dibujo al lienzo y empezó a resolver el cuadro iniciando por el cielo, luego las montañas y la vegetación. Al llegar a la torre se detuvo pensando en la forma de cómo abordar ésta que estaba formada por piedras redondas. Pintado ya el fondo de la torre optó por dar la apariencia de piedras con aplicaciones de abundante pintura con el plano de la punta del pincel. No era una obra cumbre, pero sí su primer cuadro al oleo y a cada momento se hacía delante de la pintura para contemplarla y tratar de explicarse el porqué de ciertos resultados. De hecho no tenía escuela y esa era la única manera de ir formándose, así él no lo hiciera intencionalmente. Una tarde una de las amigas de su madre vio el cuadro y le ofreció comprarlo: “Bueno llévatelo”, dijo él. Ella a cambio le dio unos cuantos billetes, pero, al menos en la cara, a él no se le notó entusiasmo alguno.

Días después, de una de las laminitas que traían las barras de chocolate, pasó a un lienzo de más de medio metro un perro lassie. El perro estaba al borde de un precipicio, sentado y con los cuartos delanteros rectos. En cuatro días resolvió este cuadro con notorio manejo del material, los pelos, amarillos y blancos, del animal resaltaban, así como la humedad de los labios y la nariz, y el brillo vivaz de los ojos. “Ladra”, habría dicho Miguel Ángel. Sin duda alguna este cuadro ya era una manifestación del pintor que él llevaba dentro, y que sólo requería apoyo y orientación para descubrirlo, pero eso no llegó a darse, no obstante hizo algunas lecturas e investigaciones por su cuenta y continuó pintando ocasionalmente.

Se hallaba él contemplando el cuadro del perro cuando se le acerco su madre y le dijo: Sabes que tu tía Eulalia se mudó de casa y la pared principal de la sala está totalmente desnuda. Yo creo que ese cuadro se le vería perfecto colgado allí. ¿Qué te parece si se lo regalamos? El día siguiente él mismo llevo el cuadro a la marquetería del señor Posada para que lo enmarcara, pero no fue con su madre donde la tía Eulalia para entregarselo. La pared cambió y con ello la sala de la nueva casa. Pasado unos días se descuidaron con la puerta de la calle y un pasante aprovechando la oportunidad y se llevó el cuadro. La tía fue a casa del sobrino a informarle del suceso. Es obvio que el cuadro había cambiado de dueño y pertenecía a la tía, mas ella creyó oportuno informarle que su obra pertenecía ahora a otra persona desconocida, y trató de darle aliciente diciéndole: “De las grandes galerías hay veces en que se roban cuadros famosos, el tuyo no alcanzó a llegar a una de esas galerías, sin embargo ya ves”

Joaquín A. Zúñiga Ceballos

Santa Marrta
 

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