En video | El acecho de la muerte - capítulo 2
Antes de la tragedia del 2000 se presentó una masacre en 1997. Muchos salaeros tenían el mal presentimiento de que se avecinaba una oleada de violencia sobre el corregimiento. Algunos alcanzaron a huir.
La muerte en El Salado estuvo rondando por varios años. Este pueblo tabacalero se fue convirtiendo en una zona de conflicto. Primero llegaron los guerrilleros y después los paramilitares.
En el año 1997, tres años antes de la masacre que empezó el 16 de febrero y terminó el 21 del año 2000, la muerte vigiló muy de cerca las vidas que cobraría después.
Un grupo armado empezó a visitar casa por casa, invitando a una reunión en el parque 5 de Noviembre.
«La verdad no sé qué dijeron porque yo no fui a esa reunión. Cuando ellos estaban por irse, ahí al frente del personal, estaban maltratando a una profesora que se llamaba Doris Torres, en ese momento ellos la maltrataron físicamente y de palabra », contó Nelcy Álvarez que eso fue lo que se supo después.
Nelcy siguió relatando que la gente de la comunidad como José Esteban Domínguez e hijo no estuvo de acuerdo con lo que le estaban haciendo a la profesora.
«Ellos intervinieron y eso les causó la muerte», siguió contando Nelcy, quien ese día escuchó los lamentos desde su casa, donde se encontraba cuidando niños. Para ese tiempo, ella era una madre comunitaria.
Ese día murieron cinco personas, entre esas, la maestra del pueblo. La gente se llenó de miedo y emprendió una primera huida, pero regresaron pronto, a los tres meses.
También, contó Nelcy, que ese mismo día cuando ya el grupo armado se iba, sacaron de su casa al señor Álvaro Pérez y lo llevaron rumbo a la vía La Sierra.
«En esos días nadie sabía de Álvaro, solo se escuchaba que se lo habían llevado», precisó.
Sin embargo, El Salado fue reduciendo su población por el temor que ya empezaba a rondar. Las empresas tacabaleras también se fueron. La prosperidad del pueblo empezó a verse afectada, pero aún el ‹festín de muerte› no había llegado.
—Era la primera vez que ocurría algo similar. Se veían muertes selectivas que aparecían pero que no sabíamos qué estaba pasando, qué, ni quién, ni nada—dijo Neida.
Los rumores de muerte empezaron a crecer y a la gente le llegaba información que los mantuvo en alerta, aunque no sabían qué estaba pasando ni se imaginaban lo que les esperaría años después.
La terquedad humana insistió en acompañar a muchos aún cuando los presagios de esos días iban señalándoles el sendero de muerte que se estaba aproximando. En realidad, no siempre es la terquedad,también lo es la necesidad.
Los que pudieron marcharse se fueron. Luis Eduardo Torres, un joven de 37 años que ahora vive en Barranquilla, fue de los que se marchó tras los acontecimientos del 97.
También partió Luis Alberto Torres Arrieta, de 72 años.
—Entonces todos nos fuimos de aquí —contó Luis Alberto desde el cementerio de El Salado. Usted sabe que cuando uno está asustado y escucha que empiezan a matar a gente, uno sale enseguida.
Curiosamente cuando se llega a El Salado, lo primero con lo que uno se encuentra es con el cementerio. Las tumbas indican que el corazón de ese corregimiento ya se encuentra cerca.
Nelcy, 20 años después, reconoce que vivían en la ignorancia. Muchos no sabían que era lo que ya estaba pasando en el pueblo.
«Se escucha que habían matado a Edith Cárdenas y a otras personas más en la vía, que venían saliendo de las veredas. Entonces, cuando uno sale es que indaga lo que podría pasar si nos quedábamos en el pueblo», retomó Nelcy su relato.
“Era la primera vez que ocurría algo así. Se veían muertes selectivas, que aparecían pero que no sabíamos qué estaba pasando...qué, ni quién, ni nada”.
También contó que se escuchaba que la enfermera del pueblo María Cabrera y su esposo, que iban saliendo para El Carmen, los tenían retenidos. Después se enteraron que ellos lograron escapar y por eso no murieron ahí.
Mile Medina, quien que hoy es bibliotecaria de El Salado, también se fue.
El papá de Mile era comprador de tabaco y un día llegaron los paramilitares a su casa y se lo llevaron. Ella se quedó en la casa. Otro hombre armado empezó a requisar la vivienda y a preguntar: «¿Dónde está el armamento».
Mile contó que ella no sabía de qué hablaban y que ellos rebuscaron tanto en la casa, que cogieron un dinero que su papá tenía guardado en el escaparate de su cuarto.
— Cuando llegó mi mamá, le conté y ella se fue a hablar con el jefe de ellos — relató Mile.
Entonces, su mamá buscó al jefe paramilitar y lo increpó. — ¿Cómo es posible que van a llegar al pueblo es a robar? — ¿Usted reconoce a alguno? —le contestó el jefe del grupo armado. —Sí, ella lo reconoce —respondió la mama de Mile, señalándola.
Entonces el jefe paramilitar hizo un disparo al aire para congregarlos, pero la gente del pueblo pensó que habían matado a Mile y a su mamá.
«Me fui un 8 de marzo y me fui yo sola, mis papás sí se quedaron aquí. Me fui a Magangué, a la casa de ‹los paracos›, demoré un año allá con mi hermana. Yo no decía que era de El Salado», así relato Mile su huida.
La decisión de irse la tomaron sus papás. El miedo ya se había apoderado de ellos y como su hija decía reconocer al ladrón y saqueador que había entrado a su casa, sentían que ella corría peligro.
Así se fueron muchos: por miedo. Pero otros, aún no alcanzaban a descifrar los rastros de violencia que perpetrarían la masacre venidera.
Después, en el 2000, se repitieron las muertes en las veredas, encontraron carros incinerados y, ahí fue cuando algunos empezaron a sospechar que algo grave iba a suceder.

El Salado: 20 años de resistencia
EL HERALDO recorrió las calles del pueblo y habló con sus habitantes para conocer cómo viven hoy los sobrevivientes.



















