A propósito de Aldea Grande II
El atractivo de Ciénaga no ha sido el mar. Un mar de fondo cienoso, sin crepúsculos y sin Morro, pero con una intensa significación de lo infinito que invita al amor y al olvido. La gente joven, sin embargo, retoza en sus arenas y se zambulle en sus aguas retando las crestas de las olas y a riesgo de pisar la espinosa aleta dorsal de un pez chivo.
Todas las miradas se dirigen al Templete. Quizá por eso las casas junto al mar tienen el patio hacia la playa: alguien decía que era para contemplar la Sierra Nevada y en homenaje a “Neerlandia”.
En el centro del parque Centenario se erige imponente el Templete, símbolo y orgullo del cienaguero. Allí, desde mediados de la década del veinte, ha permanecido como testigo mudo de muchas cosas y hechos: las que se hicieron y dejaron de hacer, de amores escondidos y desaciertos administrativos.
La plaza del Centenario fue el sitio preferido de los encuentros y despedidas vespertinas antes de la era de la “plomorragia”. Jóvenes y adultos se reunían entorno a las bancas, unos para fumar los primeros cigarrillos y contar cuentos y chismes y otros para hablar de política y recordar aventuras imposibles de repetir. Así pasaba el tiempo hasta la hora del cine, entonces unos iban al Córdoba o al Trianón y otros, para sus casas o permanecían hasta exprimir la última gota de humanidad al apellido de turno. Entrada ya la noche se trasladaban al parque de las Ranas para refrescarse con un vaso de horchata.
El kiosco de Lucho Vanegas no estaba asentado directamente sobre el piso, y daba la impresión de un peregrino de paso listo para moverse a cualquier sitio en busca de buena fortuna, porque su base reposaba sobre cuatro grandes ruedas.
De otro sitio se había desplazado Lucho Vanegas hasta el parque de las Ranas donde adquirió fama por su refresco de horchata; además de otros sabores, vendía gaseosas, cigarrillos y en general chucherías como dicen los niños. Administraba su negocio con un simpático sistema contable basado en el principio del potecito.
Lucho tenía un pote para cada producto, en el cual depositaba el valor de la venta. Cuando le pagaban con una moneda de mayor valor que el precio, si el pote no tenía suficiente fondo se negaba a dar vueltos y prefería no vender. Más adelante modernizó la contabilidad lo cual le permitió dar vueltos tomando dinero prestado de otro pote. En una libreta anotaba las transacciones internas, sus registros contables decían, por ejemplo: horchata debe veinte centavos a tamarindo; Pielroja debe cinco centavos a Lucky, etc.
Cualquier día Lucho puso a rodar su kiosco y despareció, pues ya la gente poco salía de noche y empezaba a perder clientela. Los maletines ejecutivos habían desplazado a las bolsas de manigueta, el pito del tren ya no marcaba el paso lento del tiempo y pocos recordaban el mote de culozungo.
Empezaba la era de la “plomorragia”, una especie de masacre a cuenta gotas y de todos los día. El Templete, en tanto, ha permanecido ahí como testigo mudo, y el negro del “mondamento” de la estación amenaza con derribarlo a machetazos.
Joaquín A. Zúñiga Ceballos
Santa Marta