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El papa emérito Benedicto XVI y el papa en plenos poderes, Francisco, en uno de sus encuentros en Roma.
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¿Y quién es Francisco?

El obispo de Buenos Aires o el pontífice mágico que enfrentó la más formidable crisis de la Iglesia católica.

Hubo un tiempo en que Francisco era otro. Y no solo porque fuese Bergoglio, sino porque el obispo de Buenos Aires era una persona reservada, solitaria, prudente e inasible.

Era un argentino, que es   cosa que infunde carácter.   Y era un peronista sinuoso. Para ser justo habría  que agregar que todos los  argentinos, incluyendo a  quienes nacieron cuando Perón había muerto, están   atravesados de una manera o de otra por Perón.

¿Quién es ese hombre  que adquirió una magia  inédita desde el primer día de su pontificado? No exagero si digo que ni el propio Francisco, sus detractores o sus amigos más entusiastas imaginaron que el actual papa hiciera y dijera lo que ahora dice y hace.

Francisco no es el tipo que perdió frente a Ratzinger el cónclave aquel. ¿En qué se convirtió? ¿A qué viene a Colombia? ¿Su viaje es, como muchos otros, predecible y ajustado a las rutinas de su labor pastoral? O  por el contrario, ¿escogió fechas ajustadas al desarme de las Farc para decirnos algo particular aquí, en un tono casi confidencial?

Para entender a Francisco hace falta indagar un poco sobre el sentido, la naturaleza y los propósitos de la dramática renuncia de Benedicto XVI, la enorme crisis de la Iglesia en el momento en que Francisco asume el pontificado, y los nexos, paradójicos o no, que sugieren elementos vinculantes entre todos esos acontecimientos.

Decir, antes que cualquier otra cosa, que la renuncia de Ratzinger, no obstante su irreductible carácter sorpresivo, era perfectamente predecible si hubiésemos puesto atención a las huellas que hacia la renuncia fue dejando el pontífice. Lo primero fue que Ratzinger quitó de su escudo la tiara del poder temporal y la reemplazó por una mitra. Después fue su renuncia al ostentoso título de ‘Patriarca de Occidente’. Y más explícitamente cuando en 2009 dejó sobre la tumba de Celestino V, el papa que había renunciado 719 años antes, el palio que le habían colocado al inicio de su magisterio.

¿Qué significa teológicamente lo que postulaba el ‘papa teólogo’? ¿Qué quería decir con su renuncia aquel que fue llamado, cuando ocupaba la Congregación para la Doctrina de la Fe, el ‘bulldog de Dios’? Más de cincuenta años antes, Ratzinger había escrito un artículo ligero sobre Ticonio, un pensador que influyó en Agustín, el de Nipona, quien opacó a su mentor, y que es clave para comprender tan inusuales acontecimientos.

Giorgio Agamben, uno de los filósofos más influyentes de la nueva modernidad, se dio a la tarea de una especie de pesquisa forense sobre la saga del renunciamiento de Benedicto. La filtración de unos papeles secretos a la prensa precipitaron aquella decisión tan largamente meditada. Más allá de haber recibido Ratzinger una Iglesia debilitada por la interminable agonía de Juan Pablo II, los peligrosos complots internos de los grupos de poder de la curia romana, el descrédito implacable de la pederastia eclesial, el desgobierno, la deserción de los fieles, el languidecimiento de las vocaciones sacerdotales, y la pérdida creciente de sentido amenazaban el prestigio de la institución más vigorosa y añeja de la historia de occidente.

Benedicto cometió errores de todo tamaño que agravaron la crisis total de la Iglesia católica. Al levantar la excomunión a Lefebre (guía espiritual del señor Ordóñez, nuestro  exprocurador), Benedicto cobijó con la medida a un tal Williamson, un sujeto que negaba en Argentina y en público las dimensiones del holocausto. Benedicto tuvo que disculparse cuando una oleada de desprestigio universal eclipsaba las sofisticadas elucubraciones del mejor teólogo en los últimos mil años y resucitaba la estirpe antisemita que desde el ‘deicidio’ (no estoy  hablando de Nietzsche) persiguió a Lefebre y otros sectores de la curia.

Estas son las difíciles condiciones de modo, tiempo y lugar en que Benedicto asume su dimisión. Imposible suprimir estas particularidades en el esfuerzo de Francisco por romper la uniformidad del conservadurismo presente en el Opus Dei y otros núcleos católicos.

Y es precisamente el discurso teológico de Benedicto, prescindiendo para estos efectos de la estirpe tan rigurosamente conservadora del resto de su pensamiento, lo que facilitaría que un jesuita como Francisco pudiera infundir un giro estratégico tan audaz y efectivo como el que exhibió desde el primer discurso del primer día de su pontificado. Hay incluso quienes sostienen que la renuncia y la elección de  Francisco son episodios  de un mismo acontecimiento intencional.

Benedicto resucitó el énfasis en la segunda venida de Cristo al mundo, un discurso relegado a segundo plano durante siglos en las prédicas habituales de la Iglesia. Era colocar la Iglesia misma en los tiempos escatológicos, los tiempos que restan, los tiempos penúltimos. Así, la idea de combatir al mal, al demonio según la concepción misionera de los jesuitas, al anticristo, había que dar esa batalla en el mundo real y pecador en que estaba inserta la Iglesia misma. Porque la separación del  bien del mal solo sucedería durante el fin de los tiempos. 

José Fernando Vega, doctor en filosofía e investigador, escribió: “La cesión del trono –sin ironía, para muchos el aporte más relevante del pontificado de Benedicto– reabrió la perspectiva de una nueva época, otra oportunidad para las fuerzas buenas”.

Francisco no estremece la dogmática tradicional.  Aunque con dosis carismáticas de misericordia y comprensión, Francisco dejó intacta la tradición sobre aquellos temas que como la excomunión de los contrayentes de segundas nupcias, el homosexualismo, los matrimonios igualitarios, la adopción de niños por homosexuales, el sacerdocio de las mujeres  y el celibato originaron la evidente deserción de millones de católicos. No obstante, el solo cambio de tono y de lenguaje logró el milagro de una innegable simpatía de quienes habían empobrecido sus relaciones con la Iglesia.

A cambio de esas concesiones, Francisco se aseguró un espacio propio en la política, gracias otra vez a facilitaciones suministradas por Benedicto, tales como la instauración de Dios al centro de la política, un asunto en que Ratzinger se atrevió a polémicas formidables con partidarios de la modernidad laica tan temibles como Habermas, Rawls, Derrida, Bobbio y otros. Dios no tenía por qué ser un asunto meramente privatizado.

Por supuesto, tales novedades no coincidían en detalle con los alcances doctrinarios y políticos de uno y otro pontífice. Francisco empezó a hablar de “pueblo”. Y no de un pueblo cualquiera sino el de Dios. Otra vez la religión como el último recurso espiritual contra la indiferencia e indigencia intelectual de los medios, las depresiones del nihilismo, el relativismo moral y el predominio rampante de lo puramente económico y tecnológico. Un muro de contención, en fin, contra los fundamentalismos del capitalismo, salvaje o no, para regresar al Jesús que se hizo hombre. Y pobre. El del aggiornamento del Vaticano II y Juan XXIII.

Las cosas fueron así, al menos en estos territorios. El primer papa ordenado después del Vaticano II restableciendo las olvidadas pautas de ese acontecimiento. Busca Francisco afanosamente congraciarse con la feligresía, disminuir la arrogante e imperial pompa del Vaticano y desplazarse, hasta ahora sin fracturar intereses peligrosos, geopolíticamente hacia las grandes mayorías católicas de América Latina.

Dios, pues, otra vez al centro de la escena pública sin el riesgo inadmisible para un tercer milenio,  de regresar a postulados anteriores al mundo añejo del medioevo. Boff y Gutiérrez regresan al Vaticano ya desprovistos de la herramienta marxista que los condenó al exilio, y Francisco puede, sin que los sectores conservadores logren evitarlo ni confrontarlo, regresar al discernimiento, esa palabra mágica del universo jesuita que Ignacio de Loyola reunió para “un instrumento de lucha para conocer mejor al Señor”. Una “Magnanimidad” que permitirá conocer las cosas complejas con alcances en cada caso y hasta encontrar la a veces esquiva voluntad divina. ¡Quién lo creyera! ¡La Teología de la Liberación y el Concilio Vaticano II habían vuelto!

Es, la visita del papa Francisco, una visita excepcional, poco o nada parecida a la de Pablo VI o Juan Pablo II. Son varias las singularidades de la visita. Y las de Francisco. Francisco es el papa de la humildad. El primero de los papas que se enfrenta sin remilgos a esa imperdonable y sucia estupidez de la pederastia. El primer papa latinoamericano y por ello mucho más sensible a nuestras tragedias y conflictos.

Es, además, un papa valiente que enfrentó con todo el simbolismo de su magisterio los crímenes contra el planeta y el apocalipsis del cambio climático. El papa escogió el nombre de Francisco, ese santo descalzo que amó a Dios, al prójimo, los animales y la naturaleza misma.

Pero el punto álgido y complejo de la visita lo será el proceso de paz. Pero no solo porque él participó en  él, sino por las claves teológicas del mensaje cristiano. Desde el primer día el cristianismo se definió a sí mismo como la doctrina del amor al prójimo. Y nada más enigmático que la gratuidad y el alcance que el cristianismo atribuye al perdón.

No hay forma de ser cristiano sin el perdón. El teólogo dominicano Feliciano Martínez dijo que el perdón es pura gracia. Un don que emana de la justicia. Por encima, no contra ella. La armonización del perdón y la justicia será siempre una teoría conflictiva y delicada. Pero esperanzadora.

Escuchemos, como siempre, a Derrida. “Por enigmático que siga siendo, (…) el perdón pertenece a una herencia religiosa”. Hablamos de un perdón que viene de Dios y se instrumenta en nosotros. Escuchemos también a Lucas (15,11,32): “Juntar misericordia y justicia es privilegio de Dios”.

Sostienen también los teólogos que quienes se resisten a perdonar al enemigo no han vivido el perdón de Dios. Cuando Pedro pregunta si hay que perdonar 7 veces a nuestros ofensores, la respuesta de Jesús es enfática: “…no te digo que 7 veces, sino hasta 70 veces 7”. El perdón de Dios funciona como herramienta contra las angustias de la culpa, la cual escinde al sujeto.

Para Dios, y para la improbable experiencia cristiana del mundo real, no hay imperdonables. El perdón provoca, según la ortodoxia teológica del cristianismo, un resultado que el castigo no consigue. Lo de la justicia es la igualdad, la equidad, la proporción entre el delito y la reparación. El perdón de Dios es la gratuidad.  Por eso nada tan difícil ni tan enigmático.

No es un discurso contra la ley. Inútil imaginar un colectivo sin ley. Pero la esclavitud tenía su ley. Jesús autoriza cosechar en sábado y evita la lapidación de la mujer adúltera. “Porque os digo que si nuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrareis al reino de los cielos” (Mateo 5,20).

Tal vez, solo tal vez, el Acuerdo de La Habana, los blindajes constitucionales de ese acuerdo, la inmoralidad de la guerra, la paz imprescindible, la misericordia y la compasión pueden ser conceptos con los cuales el pontífice Francisco establecerá diversos grados de relación vinculante en sus discursos. Directa o indirectamente. Con su palabra o sus silencios. Ojalá.

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