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Crónica: La llegada de Ian

La vida se ve diferente cuando te avisan que un huracán categoría 4 en pocas horas pasará, literalmente, por la puerta de tu casa.

Siempre he tenido la sensación de que la Bahía de Tampa es un pedacito de cielo en la tierra: año tras año sus balnearios compiten entre sí, por los primeros lugares en los concursos de las mejores playas de Estados Unidos. Su geografía es tan maravillosa que al este tiene las ya mencionadas zonas turísticas, y al oeste, territorios rurales utilizados por ganaderos y criadores de caballos, que te producen la sensación de que atravesaste el país en menos de una hora.

Pero allí no paran las paradojas: Los Tampa Bay Lightings, su equipo de hockey sobre hielo, es el actual subcampeón nacional, y el año pasado fue el campeón. Venció sin discusión a equipos de Canadá y del noreste de Estados Unidos, cuando por estos lares, jamás, ha caído un centímetro de nieve. Por si fuera poco, los Bucaneros de Tampa es el único equipo en la historia del fútbol americano que jugó, y además ganó, el Super Bowl en su propio estadio.

Ni hablar de sus museos, acuarios, universidades de primer nivel, poquísimo porcentaje delincuencial, y una larga lista de virtudes, que hacen que cada día, la inmigración de nacionales y extranjeros sea más frecuente. Pero la vida se ve diferente cuando te avisan que un huracán categoría 4 en pocas horas pasará, literalmente, por la puerta de tu casa.

Manejo mi carro mientras hablo con María Alejandra por teléfono y veo como 4 gigantescos semáforos bailan enfrente de mí, como si fueran hojas al viento. La tradicional calle Dale Mabry, llena habitualmente de carros y comercio, ahora es un territorio fantasma que solo es iluminado por las luces de los pocos autos que estamos allí. Doblo a pocos metros y veo dos gigantescos árboles, que al parecer acaban de caerse porque sus hojas aun flotan en el viento.

Los servicios de rescate están en cada esquina, veo personas atravesar las calles en plena lluvia y familias enteras pedir ayuda para llegar a los refugios. Me es inevitable recordar como en Colombia muchos creen que en este país el dinero se consigue facilito en cada esquina. “Pero es que tú ganas en dólares”, es lo que acostumbran decir. Sin caer en cuenta, que acá, también se gasta en dólares.

Los habituales conciertos que engalanan la ciudad -Elton John, Coldplay, U2, por nombrar algunos de los últimos- ahora se ven reemplazados por 42 refugios donde la gente podrá obtener servicios básicos, y principalmente, protegerse del agua y frío que trae consigo el huracán Ian. Y es que en una tierra donde priman las altas temperaturas, he visto a más de uno andar de gorro, guantes y chaquetas, cuando se llega a 20 grados.

Ya no soy nuevo en esto de los huracanes: me he topado con Matthew, Otto, María, Irma, y salvo larga y aburrida lluvia, 1 o 2 días sin luz -nada a lo que los operadores en Colombia no nos tengan acostumbrados.- y una que otra incomodidad, el mundo no se destruye como siempre anuncian los que quieren que les compres todo lo que venden. “Es que esta vez sí iba a ser fuerte, pero disminuyó de un momento a otro”. Es la excusa que he escuchado decir año, tras año, tras año. Pero la vida se ve diferente cuando te avisan que un huracán categoría 4 en pocas horas pasará, literalmente, por la puerta de tu casa.

 

Parece que esta es la versión moderna de la fábula de Esopo “El pastorcito mentiroso”, porque han anunciado tantas veces la inminente destrucción de la Florida, que ya somos muchos los que nos les creemos. En cada anuncio de calamidad, comienzo a buscar los titulares de los periódicos de años anteriores y se van repitiendo como los caballos de carrusel de feria. Pero sin duda mi favorito es el del ex alcalde del condado de Broward Marty Kiar en 2016: “Salgan de su casa o morirán”, acerca de un huracán que ni siquiera llegó a tormenta tropical. 

Pero Ian no disminuye, y las alarmas siguen encendidas. Me escribe Liliana que ya está sin luz, mientras comienzo a escuchar sirenas de los bomberos y la orden de María Alejandra, sumado a los vientos que balancean mi carro, ya me hicieron partir hacia mi casa. Tampa se prepara, como tantas otras veces. Kirán, un amigo de la India que tiene una tienda de abarrotes, y quien me había dicho hace unas cuantas horas que no iba a cerrar, tuvo que ceder ante la fuerza del viento. Igual ocurrió con la panadería de Florencia, una señora venezolana, y las 3 estaciones de gasolina contiguas. Ya prácticamente todos los locales tienen gigantescas láminas de madera para cubrir sus vidrios, lo que hace parecer al sector, ya no como un territorio fantasma, sino como un vulgar cementerio.

Ya me avisan que empezaron las inundaciones y que al agua de la Bahía salta hacia las calles. Al parecer Ian viene en serio. Y mientras termina de llegar, las miradas de gran parte del mundo occidental están enfocadas, aquí, en este pedacito de cielo.

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