El Heraldo
Luis Felipe De la Hoz.
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La “economía espectacular” del Carnaval en el centro de Barranquilla

Entre los pasillos del establecimientos comerciales todo es sobre las fiestas, así como en las calles, los andenes, las esquinas y hasta en los establecimientos con ambiente más formal, como los bancos.

Lucía Avendaño, especial para +negocios (+n).

“Venga que aquí le tenemos la promoción carnavalera; disfrute de la economía espectacular”, expresa Luis Miguel Gaviria en el micrófono del Centro Comercial La 33, justo al lado del popular y concurrido Shopping Center. Ahí está, desde las 8 de la mañana, acentuando la ‘r’ en la primera sílaba de Carnaval y saludando a todos los compradores que caminan con sus bolsas en las manos.

No conocí, ni conozco la economía espectacular. Nunca la vi durante mis clases de microeconomía, menos en las de macro. Pero, ciertamente, llegar al centro de Barranquilla, en una mañana de sábado y de Lectura de Bando, con parlantes que explotan de notas musicales que reviven a la niña Emilia Herrera, podría hacerle creer a cualquiera que la economía es así, como el Carnaval de Barranquilla: espectacular.

Entre los pasillos del centro comercial todo es Carnaval, así como en las calles, los andenes, las esquinas y hasta en los establecimientos con ambiente más formal, como los bancos. Parece que quiere llover, pero hasta el cielo se pone a tono y el sol va saliendo.

Son las diez de la mañana. Como diría cualquier barranquillero: el Centro está suave. Hay gente, pero apenas empieza a llenarse, a abarrotarse. Sin embargo, los que sí estuvieron puntuales fueron los sombreros, las vinchas, las camisas con mensajes, las pulseras, los aretes y demás ‘perendengues’ carnavaleros, que están en las vitrinas desde el 3 de enero.

Su colorido, exuberancia y jocosidad, especialmente en los diseños de la ropa, harían pecar a cualquier comprador que haya ido con lo estricto. La comparsa comercial está ‘bailando’ desde temprano.
Viviana Giraldo, una paisa amable que trabaja en el local 152 del Shopping Center, afirma sin titubear que lo que más se vende son camisetas con mensajes extraídos de fragmentos de champetas y salsas reconocidas. 

“Ay, mami, ya pa’ qué, si ahora estoy soltero y la vacilo como es”, “ya yo boté ese chicle, porque no sabe a nada por más que lo mastique”, se lee en la mayoría de los suéteres. 

Hay alrededor de 300 en su mostrador, no obstante abre un clóset forrado de las mismas. “Aquí hay como mil, más o menos”, dice sin asombro, sin el asombro de mis ojos. “El estampado se hace aquí (en Barranquilla), pero la camiseta viene de Cali”, indica y cuenta que sus principales clientes tienen entre 20 y 35 años, pero que hombres y mujeres compran por igual.

Diseño: Heiner Meriño.

Al frente del local de Viviana está Kelly Rodríguez. Allí, los sombreros saltan a la vista. Verdes, amarillos fosforescentes, con plumas, sin ellas; hay para escoger. Cada sombrero cuesta $15.000, pero “si es al por mayor, queda en $11.000”. Ella no los hace, un emprendedor barranquillero se los vende. También comercializa aretes coloridos, grandes y pequeños. Kelly dice que le va bien, que “le gana” entre un 30% y 40% a los sombreros y aretes.

El recorrido está lleno de color, vendedores que buscan mercancía entre un local y otro, y las conocidas frases: “a la orden”, “siga”, “en qué le puedo ayudar”.  La música que se escucha es la de dos bolivarenses: Mr. Black e Irene Martínez, como si también se dieran cita en el centro de Barranquilla por estos días para llevar lo suyo. 

Salgo por uno de los recovecos y confirmo que el sol, finalmente, se animó. El tráfico peatonal aumenta, muchos, algunos caminan con dificultad entre los andenes en los que también están los habituales: el lotero, el chancero y el aguatero.

Hay maniquíes vestidos de Carnaval, ni la temporada escolar ha desbancado los disfraces de negrita puloy, monocuco, cumbiambera y demás. Algunos exhiben sus precios: $35.000, otros a $40.000. No hay ninguno de menos de $25.000. Pareciera que miraran a los compradores, que los invitaran a pasar a los locales comerciales. 

Y pareciera también que, por momentos, tuvieran su mirada fija en la licorera que está al frente. Finalmente, el licor es protagonista en esta fiesta. Detrás del mostrador del negocio, dando instrucciones a los más de 7 jóvenes ayudantes que le acompañan, está Óscar Giraldo. 

Sus canas reflejan los más de 70 años que ostenta, pero solo sus canas. Su manera de llevar cuentas, acordarse de cada pedido, del nombre de cada cliente y del surtido de su tienda, ponen sus fuerzas al nivel de las de cualquier millennial.

“Mire, niña, el Código de Policía está matando al pequeño comerciante, también tantos impuestos”, dice. Se queja, frunce el ceño y mira a su lado derecho para ver si uno de sus ayudantes está empacando correctamente las tres cajas de whisky Old Parr. Rechina el chillido de la cinta pegante, un nuevo pedido está por salir. 

Además de ese licor “que es el que más toman aquí en la Costa”, también vende cervezas, aguardientes, dulces y bebidas energizantes. Llega una compradora a pedir una de estas últimas. “Esto no se cae, niña, aquí hay mucha variedad”, comenta.

 

Trato de despedirme. Don Óscar sigue ultimando detalles del pedido que pronto saldrá. Lo vuelvo a ver desde la acera de en frente. Un carro, tipo automóvil, recibe las seis cajas que salen llenas de licor para el norte de la ciudad. Las acomodan bien, no vaya a ser que un próximo bebedor se quede sin su dosis ese sábado.

Justo ahí, en esa esquina, llama la atención un acento bajado de las montañas antioqueñas que promociona camisetas de Carnaval. Es Diego Aguirre, un paisa agradecido con Barranquilla por haberle abierto las puertas hace 15 años, y que trabaja en su carreta de madera de aproximadamente un metro por metro y medio. 

La de él no le hace mucho honor a la venta, en todo caso. Diego porta la del verde, la del Atlético Nacional. “Ni con GPS me encuentran en Carnaval”, dice una de las casi 50 camisetas que reposan en su carreta. Diego se ríe, las sigue acomodando, las dobla bien. 

Sigo el recorrido. Ya es medio día. El Centro de Barranquilla, vestido de Carnaval, parece una buena serie de Netflix: quieres parar, pero no puedes. El Centro invita a seguir caminando, mirando, comprando. 

Son varias las casetas o mal llamadas ‘chazas’ de madera. A un lado de cualquier cuadra se pueden contar más de 10. En una de ellas, en la calle 33, está Paola López. Tiene 18 años de estar vendiendo en una ‘chaza’ amplia. Hay juguetes, artículos para el hogar, y por supuesto, de Carnaval. Las caretas de marimonda confeccionadas en tela me dan la bienvenida al negocio. 

Paola dice que la pasada temporada decembrina no fue la mejor. “El año antepasado me fui con cuatro millones y pico; esta vez, si cogí un millón fue mucho”, enfatiza y agrega: “no es justo, uno trabajando desde las 4 de la mañana hasta las 10 de la noche”.

Paola espera que las ventas empiecen a moverse a ritmo de puya. Me señala las caretas. “A mí me las trae un señor, él ya sabe; las de adultos me salen a $6.500 y las de niño a $5.500. Yo las vendo en $8.500, las grandes, y $7.500, las pequeñas”, dice. Solo venderá hasta el sábado de Carnaval. Luego, el Centro quedará cerrado hasta que Joselito se vaya.

A pocos metros, un vendedor se percata de la presencia de una periodista intrusa que va con un fotógrafo debidamente identificado. Me muestra un pliego de icopor lleno de aretes. Se trata de Héctor Villadiego, está en el local 42 del Shopping Center. 

“Todos los días llegan mayoristas, especialmente para vender en los pueblos”, relata. El cartón de aretes, como él le llama, tiene casi 100 pares. Se vende a $65.000 y lo más probable es que compren cada par en $1.500. “Ellos sí ganan plata, ganan más que uno”, suelta la risa.

Dos señoras entran a un almacén de telas cercano. Me aproximo. Entablo una breve charla con una de las vendedoras, Cindy Rodríguez. No tiene más de 25 años, pero pareciera que llevara los mismos en el almacén. “Lo que más se está vendiendo es el lamé licrado, a $11.000 el metro; también salen bastante los estampados con palmeras y flores grandes”, dice mientras muestra las telas.

Huele a comida, la gente camina más rápido. Es probable que dentro de cada comprador ya haya una comparsa de sonidos propios del hambre. 

Me quedo en una esquina, tomo asiento en un pequeño bordillo en pleno Paseo Bolívar. Hay quienes se conocen, se saludan. Viejos sobrevivientes al caos del lugar, sus cabellos lo confirman. Uno de ellos vende el Almanaque Bristol, lo ofrece, nadie le compra. No falta el que dice que “eso es pa’ locos”, tan loco como está el centro a esa hora. Suena ‘Loco’, canta Héctor Lavoe.

 

Maniquíes vestidos con disfraces de Carnaval, en un andén contiguo a la calle 33. Luis Felipe De la Hoz.
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