El Heraldo
Gabo fue muy asiduo al restaurante El Cardenal, cuyos muros de ladrillo y techo de roca lo asemejan a La Cueva de Barranquilla, que también visitó. José Torres, enviado especial
Barranquilla

Los lugares del Nobel en la tierra de Moctezuma

El restaurante preferido de Gabo, el parque de sus caminatas, el centro histórico y su casa en la calle del Fuego, entre los lugares emblemáticos del Nobel en México. Crónica del Editor Jefe de EL HERALDO desde la capital que vio vivir y morir al genio.

Nadie sabe quién puso un bocadillo de guayaba en la puerta del último lugar en el mundo en que vivió Gabriel García Márquez, pero los cuatro policías que montan guardia dicen que cumple dos días aquí, en medio de siete racimos de flores amarillas, al pie de la casona en la calle Fuego de Ciudad de México. Pudo ser un lector, pero también un mesero o cocinero del restaurante que inauguró en 2011, o un jugador del boliche que abrió el año pasado, o uno de los policías con espíritu macondiano.

Siete trípodes con cámaras mantienen la casa en la mira. 23 periodistas se desperezan en los jardines de los alrededores a las 12 del mediodía, cuando llega una posible respuesta al dulce misterio: un colombiano, deseoso de rendirle un homenaje final al Nobel que creció leyendo.

Nadie sabe quién es, pero tan pronto se baja del taxi le salen al paso y lo rodean flashes y micrófonos como si se tratara de una celebridad. “Es domingo de resurrección y quiero hacer un homenaje para que Gabo siga vivo en cada uno de nosotros”, declara Rodrigo París, un periodista bogotano que seguramente se había imaginado que sus 15 minutos de fama serían de otra forma. Abona su cuota de flores y se va. “Yo vivo aquí a cuatro cuadras, y nunca antes vine”, dice Amilcar Estrada, otro colombiano que aprovechó el domingo para visitar la casa del Nobel.

Así se ha mantenido la calle Fuego desde el día de la muerte de Gabo, en un tenue crepitar que se enciende de repente. Ya no son necesarios los 50 policías que tuvieron que llegar a contener a los periodistas, que casi no dejan salir la carroza fúnebre el Jueves Santo. Fuego, en el paseo Pedregal, está después de la calle Brisa, en el sur del Distrito Federal. “Es una zona de muchos intelectuales, con muchos museos y galerías. Por aquí vivió su mejor amigo, Carlos Fuentes, y Álvaro Mutis”, añade Amílcar, físico de la Universidad del Atlántico con mochila terciada, que está haciendo un doctorado en ingeniería eléctrica en la Universidad Autónoma de México.

Era normal encontrarse al hijo del telegrafista caminando por las calles aledañas a su hogar.

Es fácil imaginar por qué Gabo escogió este barrio como su hogar. Verlo atravesar el portón de madera, bajo el arco de ladrillos; o asomarse en las mañanas por los largos ventanales abrazados por florecitas rojas, a escuchar los pájaros cantando desde la tarima de los pinos vecinos.

No muy lejos de allí, en San Ángel, se encuentra el restaurante El Cardenal, uno de sus preferidos. Allí invitaba a almorzar a Jaime Abello Banfi, director de su Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano, cuando venía a visitarlo. Aunque más que ser su sitio preferido, el lugar también debería contarse como otro producto de su imaginación.

Fue el que les metió la idea a los dueños de la cadena de abrir un local en la Avenida de la Paz, con una cercanía conveniente para él. Por eso, lo invitaron a ser padrino de la inauguración junto a su esposa, Mercedes, según recuerda Leopoldo Chávez. “Lo apreciábamos bastante, fuimos privilegiados de atender a don Gabriel”, dice él, que pasó de servirle los platos en El Cardenal del centro histórico, a ser el gerente de la nueva sede.

Es un sitio que ofrece “cenicientas de la comida nacional-popular mexicana, vestidas de fiesta”, como dice su carta, en la que el Nobel encontraba Gorditas hidalgantes, por 95 pesos mexicanos. Aunque sus favoritos eran los pescados, Sabana de filete con chilaquiles o Tasajo de filete enchilado, por 125 pesos.  Su lugar preferido era en la planta baja, un salón reservado al fondo, en una mesa bañada solo por la luz de un vitral. Se la preparaban cuando llamaba a anunciar su venida. Los muros de roca y techos de ladrillo hacen del restaurante una genuina cueva, pero sin Fuenmayor, Cepeda, Obregón ni nadie más. Lo que hay es un árbol que crece en una matera en la puerta, declarando mediante un letrero “Estoy vivo, no me maltrates, pon la basura en su lugar”. Está en una calle que parece hecha de caparazones de morrocoyas, frente a un almacén llamado Juan Soldado. Es fácil imaginar a Gabo llegando en alguna camioneta.

No es el único establecimiento en Ciudad de México con la firma del autor de Cien años de soledad. Cuando tenía 85 años, cortó el listón para inaugurar las 18 pistas del Royal Bol, en el complejo comercial Garden Santa Fe. Ese día se comió un platillo de espinacas. Se encuentra en la dirección Guillermo González Camarena 1205. En el DF, todas las calles tienen nombres, como alguna vez pasaba en Santa Fe de Bogotá, Cartagena de Indias y Barrancas de San Nicolás, mejor conocida hoy como Barranquilla.

Hay que atravesar la ciudad para llegar a otro de los sitios emblemáticos asociados a ‘el Gabo’, así con artículo, como le dicen acá. En este domingo no hay trancones pero sí muchas bicicletas. Hay un sistema de transporte masivo llamado Metrobus, inspirado en Transmilenio y prácticamente igual, con la diferencia de que este sí funciona bien. En promedio cada dos cuadras aparece un monumento que se alza varios metros al aire y una fuente de agua. Chispean bajo un sol seco y picante, cortado por ráfagas de frío repentino. La playa más cercana está a cinco horas de carretera..

Este gigante de cemento, compuesto por 20 millones de habitantes, cuenta con un gran pulmón. Es el Bosque de Chapultepec, que según el cálculo de los colombianos radicados en México, equivale a más de cinco parques Simón Bolívar. Era normal encontrarse al hijo del telegrafista caminando por aquí, entre la miniciudad donde los árboles ocupan el lugar de los edificios. Quizá avivaba los vestigios del recuerdo de una vida más rural, menos metropolitana. No hay una ciénaga pero sí una laguna, con gente pedaleando de un lado a otro, comiendo paletas. Incluso, una pequeña locomotora atraviesa el bosque, como una versión de caricatura del tren que llegaba a Aracataca. Algodones de azúcar azul cielo, payasos bailando reggaeton, caballos de plástico para tomarse fotos con sombreros de mariachi, forman una feria perpetua. Cientos de burbujas tornasoladas flotan en el aire, en el lugar que la imaginación pondría las mariposas amarillas. Es fácil imaginarse a Gabo caminando por aquí, si alguna vez lo vio en persona además de leerlo.

En lo más alto del Bosque está el Castillo de Chapultepec, palabra que traduce algo como cerro del chapulín. Chapulín no es solo el superhéroe absurdo interpretado por el mexicano Roberto Gómez Bolaño, sino un insecto, una especie de grillo que en todo caso tendría demasiado espacio en un castillo.

Otro de los lugares mexicanos de Gabo, el último, será el Palacio de Bellas Artes, donde se le rendirá homenaje hoy. Está en el centro histórico, por donde siempre se le veía. Lo rodean jardines harrypotterescos, donde se puede ver a un Picasso bailando en calzoncillos, en el anuncio de una exposición fotográfica de Davis Douglas Duncan. Al frente hay un Mario y un Luigi, los personajes de Nintendo, tirados en el piso como un par de indigentes, porque la era de los smartphones los dejó desempleados. También un coronel que no tiene quien le dé monedas, sonando un organillo con su traje militar en la mitad del andén.

Al acercarse al recinto donde todos podrán despedirse de las cenizas del escritor costeño, se oyen voces salir de unas cabinas que parecen baños. Parlantes de poesía con humanos leyendo adentro, instalados en varios puntos de la plaza en torno al edificio de mármol. Hay un librobus parqueado por ahí, y cuatro bicilibros esparciendo palabras por todos lados. Bajo la custodia de cuatro pegasos en cada esquina, los transeúntes podan con salvajismo árboles de letras, en cuyas hojas se puede leer a Octavio Paz, Juan Gelman o Julio Cortazar.

Si lo ha leído, es fácil imaginar por qué Gabo eligió quedarse aquí y morir. Lo endulzaron.

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