El Heraldo
Barranquilla

Estados Unidos se recupera de su memoria trágica

Hoy se conmemoran 4 años de la muerte del cronista barranquillero Ernesto McCausland y en conmemoración al aniversario de su fallecimiento reproducimos a continuación uno de sus texto.

Estados Unidos no es un coloso del nada ni del nadie. Es un diminuto gorrioncillo rural, distante a todas luces de su flamante homónimo, el águila del norte: si Estados Unidos, corregimiento de Becerril, municipio del departamento del Cesar, queda al norte de algo, ese algo es su propia aciaga historia, el desfile de muertes gratuitas que se acumulan en su memoria, los machetazos, los gritos, los golpes de mona, los tiros de gracia, los mugidos destemplados, el celofán frágil que recubre como un inútil envoltorio el recuerdo de tantos momentos infames.

Ahí está todavía la trocha pedregosa que serpentea hacia las nubes, y por la que han transitado, vivos o muertos, horrorizados o enardecidos, decapitados o con la cabeza muy bien puesta sobre sus hombros, los verdugos, sus victimarios, cristianos en fuga sin equipaje ni sosiego.

La historia de este Estados Unidos, sin bandera de estrellas ni estatua de La Libertad, ni libertad, ni fulgor alguno, se parece a la del país brutal que lo alberga.

Primero fue una finca de ordeño, a partir de la cual se armó un pueblo, al cual asedió la guerrilla, a la cual persiguió el Ejército, de la mano del cual llegaron los paramilitares, los cuales urdieron su baño de sangre, se desmovilizaron y guardaron hermética su verdad para siempre.

Pero la memoria es obstinada, tiene vida propia y a pesar de ese rostro inocente que los estadounidenses hoy se empeñan en mostrar, como una careta rosa que oculta lágrimas resecas, hay todavía heridas en carne viva: al hijo de Cupertino lo mataron a punta de piedra en un día de Carnaval; al difunto Jeremías le cortaron las dos manos a machete y lo dejaron en el monte a que se desangrara; al menor de los Hinojosa lo hicieron picadillo, lo metieron en un costal y lo dejaron en la puerta de su casa, de manera que cuando su esposa abriera la puerta por la mañana se encontrara frente a frente con aquel tótem dantesco, la cabeza sobre el fardo de miembros descuartizados.

Y así, por la misma vía de la violencia salida de madre, pasaron a otra vida el jefe de policía, el alcalde, el registrador y la juez, y si el cura se salvó fue porque Dios debió notificarlo y alcanzó a huir como alma que llevaba la contraparte.

Pero no todo fue a cuentagotas, no todos fueron los crímenes veredales, ejecutados bajo la sospecha trivial de una supuesta colaboración con la guerrilla. También hubo masacres, dos en total, una el 16 de noviembre del 98, la otra el 18 de enero de 2000.

La primera pasó a la historia con un nombre de película de acción, ‘Operación Centella’, que no fue otra cosa que la llegada intempestiva de una flota de camionetas al pueblo y el recorrido macabro por sus calles doradas, tiros de gracia a los titulares de sus ligeros sumarios.

La segunda masacre contó con la macabra ingeniería de la más sucia de las guerras. Faltando un cuarto de hora para la una de la tarde, cuando el sol cenital recalentaba al pueblo como una parrilla de horror, llegaron aquellos “negros chocoanos” de las Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá, sacaron a siete lugareños de sus casas, los alinearon a un costado de la plaza central, justo al lado del letrero disparejo que anuncia ‘Parque Los Delfines’, y en medio de un silencio sepulcral de testigos mudos que se asomaban por las rendijas de las ventanas cerradas, los fueron matando uno por uno.

Allí cayó Félix María Robles, el venezolano, 20 años de edad, padre de una niña que tenía tres días de nacida. Luego se supo por qué lo habían incluido en el grupo de la sentencia: porque a uno de los “chocoanos” le gustó su pequeño radio transistor y una cadenita de oro que colgaba de su cuello.

El desplazamiento fue, entonces, apenas natural. Casi todos se lanzaron a la trocha, y Estados Unidos recibió el nuevo milenio con sólo siete familias, transformado en un pueblo de almas ausentes, cuyas casas quedaron convertidas en cascarones de pañete, luego de que aquel ejército advenedizo se llevara la madera de las puertas para construir trincheras y caletas.

De eso han pasado diez años. El Estados Unidos de hoy es una manifestación de lo tozudo que es el arraigo, de cuán persuasiva puede ser la tierra cuando llama al que se fue.

Podría decirse que hoy allí conviven dos poblaciones: una conformada por aquellos que regresaron a los cascarones de sus casas, reinstalaron puertas y ventanas, y ahora intentan todos los días, a fuerza de trabajo y de la más valiente de las sonrisas, olvidar aquel mediodía de truenos, simular que en ese balcón del Perijá simplemente no pasó nada, como una pesadilla que fue parte de otra dimensión.

El otro grupo es el de los recién llegados. Uno de ellos es Mileidis Hernández, con su piel que ostenta el color de las noches claras de la serranía y una sonrisa fácil que ella exhibe como el arma más poderosa de la nueva generación.

Es oriunda del barrio El Bosque de Barranquilla, pero nada en ella transmite la idea de una joven urbana, sino que más bien parece una flor transplantada sin tropiezos a aquel territorio distante.

Se casó con un nortesantandereano, y aunque no ha podido tener hijos, su expresión jubilosa desmiente cualquier frustración al respecto. Parece más bien entregada a la misión que una luz divina debió encomendarle y que ella ejecuta con silvestre dinamismo.

Mileidis ejerce con dinamismo el cargo de Secretaria de la Junta de Acción Comunal, que preside una de las nativas que ha regresado, Marleni Bohórquez.

En un cuaderno cuadriculado, Mileidis va registrando las contribuciones que recibe para el Campeonato de Fútbol, el primero que se realizará en Estados Unidos desde que el pueblo comenzó a repoblarse.

Siete veredas participarán y la expectativa que hay en el pueblo podría compararse a la que existe en el mundo por Suráfrica 2010.

Ya la misma junta organizó, en julio del año pasado, el Reinado del Café, el cual solía celebrarse simultáneamente con las fiestas de la Virgen del Carmen. Desde hacía diez años no se realizaba el evento, en el cual participaban representantes de todas las veredas.

El de 2009 fue el primero en diez años. Hicieron varias rifas, una de ellas de cien mil pesos en efectivo y otra de un pollo con Coca-Cola. Incluso el propietario de la tienda de la plaza, ubicada justo enfrente del sitio de la masacre, colaboró con diez mil pesos.

Los 700 estadounidenses han regresado más por porfiados que porque el gobierno los esté acompañando. Huérfanos de patriarca, han emprendido el retorno por gracia de ese Dios que los cuida desde la iglesia Pentecostal de la plaza, apenas acompañados por el Ejército Nacional, que hoy en día les garantiza la seguridad. Todavía en algunos rostros subsiste la huella de lo que vivieron, pero ni el peor de los escépticos quiere volver a ser un desplazado en tierra ajena.

Ahora están en su tierra, labrándose una vida, intentando que un simple jardín de flores doblegue la memoria infame de la sangre.

ESPERANDO LA AYUDA

Como ha sido la norma en la mayoría de los procesos de retorno de desplazados en la Región Caribe, los estadounidenses que han regresado han contado con muy poco apoyo gubernamental.

Según la Presidenta de la Junta de Acción Comunal Marleni Bohórquez, han logrado que se les apoye con un solo proyecto productivo: el de cultivo de plátanos para 15 familias, que incluye financiación para semilla, y otros insumos. Ya tuvieron la primera cosecha.

Aún la inspección de policía no ha sido reabierta, y su local, ubicado en la plaza, permanece abandonado. Tampoco tienen señal de televisión, ni servicio de salud. Los estadounidenses guardan la esperanza de que en 2010 se consoliden las ayudas que la Acción Social de la Presidencia les ha otorgado a poblaciones en idénticas circunstancias de rearraigo.

Por Ernesto McCausland Sojo

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