Las internas cursan el bachillerato en la sala de informática dispuesta en el Buen Pastor. "

“Tenemos vida y lo demás, ganancia”, dijo una señora cuando, después de santiguarse a la salida de la cárcel para mujeres del Buen Pastor, rezó con su familia mirando al cielo.

Salían con la cabeza cabizbaja caminando entre la esperanza y melancolía; yo entraba sin saber qué iba a encontrar.

Después de despojarme de todos mis objetos personales, me adentré en la casa, dispuesta por pabellones, donde unas setenta reclusas aguardan en sus labores diarias. “Doctora, ¿Cuándo empezamos las clases?”, le preguntaba una de ellas a la directora del centro, Laura de Andreis, mientras tejía una mochila. “¿Yo me podré apuntar?”, susurraba otra; “queremos comenzar el curso de cosmetología”, “¿Podremos dar las clases en bilingüe?”, y el revuelo se alzó en cuestión de segundos.

Las internas se levantan cada día a las cinco y media de la mañana para pasar lista y desayunar, luego descansan hasta que comienzan con las labores en tejidos, cosmética, cocina, aseos, costura o estudios. Almuerzan, y en la tarde retoman sus quehaceres. “No hay ninguna ociosa, cada una sabe lo que tiene que hacer y aquí se estudia o se trabaja. Eso tanto para sindicadas como condenadas; además les ayuda a redimir las penas”.

El pasado diciembre, seis de las internas se graduaron en la cárcel del Buen Pastor, siendo el pionero en todo el Departamento. “Al principio fue una tarea difícil, pero ha merecido la pena y le ha servido de estímulo al resto del personal”, asegura Laura de Andreis.

La iniciativa surgió de un convenio con la Secretaría de Educación y la Universidad Católica del Norte, a través de la escuela distrital Jorge Nicolás Abello. “Ellas aparecen matriculadas en ese centro con la diferencia de que los profesores vienen a dar las clases y realizan sus tareas a través del aula virtual”.

La directora afirma que no solo es una oportunidad para su futuro y su formación profesional sino que la educación es “la columna vertebral de la resocialización”.

Por otro lado, la profesora Alexandra Barrios reconoce que al principio fue “muy duro”, pero que la experiencia de aprendizaje fue maravillosa. Trabajaron ocho horas diarias durante seis meses y todas aseguran que “octubre, noviembre y diciembre fueron los meses más agotadores, aunque valió la pena”.

Mónica Ramírez, a la que sus compañeras llaman ‘la periodista’ por su capacidad comunicativa y su relación social, tiene siete meses en el centro. Ingresó por hurto, aunque para ella “estar acá ha sido uno de los mejores espacios de mi vida. Privada de la libertad, pero rodeada de una gran familia”. Asegura que al principio, cuando le propusieron estudiar, se desanimó porque no recordaba casi nada, “y la ‘seño’ me correteaba por todo el patio”. Con la ayuda de los profesores y de sus compañeros lo consiguió.

Ahora sus expectativas son retomar el estudio y hacer una especialización, “así nos será más fácil integrarnos a la sociedad”. De pequeña quiso ser trabajadora social, ahora quiere combinar su habilidad con la práctica profesional y formar parte de alguna empresa, “o montar una con las compañeras del centro”, dice mientras todas sonríen.

Yuley Jiménez Medina, por ejemplo, es una sindicada por tráfico de armas que lleva siete meses esperando la sentencia del juez. Para ella no fue fácil adaptarse porque siempre “fue muy inquieta”, aunque en el Buen Pastor encontró la posibilidad de terminar sus estudios.

“Mi cambio ha sido del cielo a la tierra”. “Aquí me di cuenta de cuánto me necesitaban mis hijos y creo que todas podemos conseguirlo si nos lo proponemos”. Yuley en su habitación tiene colgada las fotos de sus pequeños a los que ansia ver cada domingo para estrecharlos en sus brazos.

La tercera presa bachiller que se dispuso a contar su historia, Kimberly Fernández, se describe a sí misma como una revolucionaria que le ha “traído múltiples dolores de cabeza a la doctora”. Es reincidente y lleva dos años en el penal, la primera por extorsión, la segunda, quiso “hacer dinero fácil” y fue condenada por tráfico de estupefaciente.

Para ella, dice entre risas, fueron unas vacaciones de tres meses, aunque reconoce que no fue fácil adaptarse a estar fuera. “Me sentía insegura y hasta el ruido de los carros me asustaba”. Afirma que cuando se graduó, después de mucho esfuerzo, su madre “no cabía de la dicha”.

En medio de un conversatorio con la directora, Kimberly confesó: “una noche me encerré en mi cuarto y me puse a pensar que si yo podía liderar algo para mal en un instante, imagina cuánto podría hacer para bien, para la sociedad”.

Las mujeres, a su vez, se muestran dichosas ya que gracias a la cooperativa, Semilla de Prosperidad, que ha realizado un convenio con la Gobernación del Atlántico, pueden comercializar lo que producen”. “Eso nos motiva y nos hace tenernos ocupadas para un buen fin”, comenta Mónica Ramírez.

Por otro lado, la directora tiene pensado no solo llevar un curso de cosmetología, sino incorporar estudios tecnológicos ya que es ahí donde está “la materia prima”.

Las bachilleres se emocionaron al recordar su graduación. “Vinieron todos los internos, los profesores, las familias y fue muy emotivo”. “Nos sentíamos como quinceañeras; nos hicimos el blower, nos trajeron maquilladores profesionales y las compañeras nos acompañaron entre la festividad”, asegura una de ellas.

Magnolia recuerda cómo su hijo mayor la miró cuando recibió el diploma.“Supe que me estaba perdonando por todos los errores que había cometido, supe que estaba feliz porque lo estaba logrando”.

A su vez, Sindey Labano evoca cuando le dio el diploma a su madre y ella le respondió: “Mijita, siempre supe que lo conseguirías”, y añade entre el maremoto de pensamientos que estaba expresando: “Cuando uno llega a acá y se encierra en su cuarto, comienza a reflexionar muchas cosas de su vida afuera”.

Pensamientos que forman ahora parte de historia y su aprendizaje. “La vida es muy diferente pensarla de puertas para adentro, que de puertas para fuera, pero Dios nos dio una segunda oportunidad”, acabaron diciendo, mientras se abría paso el silencio.

Estas son algunas de las historias olvidadas que las mujeres contaron con los ojos llenos de emoción.

Historias que ahora resuenan entre las paredes de una cárcel, entre los pasillos y las rejas que componen un hogar. Historias que son brechas abiertas, heridas infectadas por la contaminación social que busca, ineludiblemente, sanar.

Por Paula Romero

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