Se acerca al charco con su desparpajo de recolector salino adiestrado. Sus pies descalzos, andrajosos por la arena y la sal, recorren los bordes de las parcelas creadas en la banda occidental del corregimiento de Tasajera, Magdalena, y se hunden en el agua salada.
'Este oficio es un arte que me ha permitido sacar adelante a mi familia, pero no quiero que ninguno de mis hijos se dedique a esto', advierte Gabriel Tafur, mientras apila el mineral de la húmeda ‘mina’ con una pequeña pala. Desde las nueve de la mañana las parcelas de salitre emanan un fogaje que se adhiere al cuerpo y se transforma en sudor y bronceado: piel salada. El agua está caliente, lo que significa para Tafur que tiene que irse. A esa hora ya ha recolectado 10 bultos de sal.
Sus manos recorren rápidamente los gránulos plateados de un montículo, al lado de la poza, como santiguando un nuevo tesoro. Lo hace desde hace 30 años, dice, durante cada temporada seca, entre enero y mayo. Este año, mientras la hipersalinidad (concentración elevada de cloruro de sodio o sales minerales) en los costados de la vía Barranquilla-Ciénaga amenaza con acabar otra vez gran parte del ecosistema y sus manglares, habitantes de poblaciones conexas a la carretera, como Palmira, Puebloviejo y Tasajera, aprovechan el acelerado fenómeno natural para producir y vender sal marina en grandes cantidades.
El tasajero de 39 años explica, quitándose la sal y el agua de sus manos, que una charca hoy puede dar, en promedio, 20 sacos por día, cada uno con un peso cercano a los 40 kilos. Su precio varía entre los $2.500 y los $8.000, dependiendo del comprador y la cantidad.
Tafur sacude el balde con el que amontonó el mineral. Lo gira entre sus manos callosas y explica que el montículo debe secarse unos seis días para luego venderlo. Entre las 30 parcelas del lugar, 21 pequeñas colinas y 12 sacos con sal se mantienen bajo el sol. Sobre la superficie de algunas de las pozas una nata blanca se acentúa y otras mantienen un color rojizo por la presencia de crustáceos que sobreviven a los altos niveles de salinidad.
El recolector calla, mira hacia el otro extremo del área, donde una niña de no más de 7 años defeca cerca de una parcela contaminada. 'Aquí lo que pasa' –indica al caminar a casa– 'es que hay mucha porquería. La gente bota basura y hace sus necesidades por aquí cerca'. La menor hace su necesidad en la arena, entre algunos residuos plásticos y probablemente también orgánicos. El olor a salitre y tierra mojada absorbe cualquier hedor de la zona. La parcela contaminada, de aguas oscuras y basura flotante, era de su padre Jairo Tafur, de 52 años, quien la vendió debido a una infección que contrajo en el pie, un mes atrás, al sumergirlo en esta.
En su vivienda, de tablas y ladrillos como el 90 por ciento de las casas en Tasajera, Tafur cuenta que las ‘minas húmedas’ de la aldea actualmente se cotizan entre $300 mil y $700 mil y explica que la diferencia de precios no varía por alguna ventaja del terreno, sino por la temporada climática en que se comercia o la necesaria limpieza de la parcela como ocurrió con la de su padre, vendida en $400 mil.
Aquí nunca ha habido robo de sal o daño de alguna poza entre residentes y dice que en Tasajera el oficio se respeta porque a veces es el único ingreso que conserva una familia durante meses, mientras consigue un nuevo empleo.
POBREZA POR DOQUIER
Hoy, mientras se define con o sin viaductos el proyecto de doble calzada de la carretera que une al Atlántico con el Magdalena, el Gobierno Nacional no hace ninguna alusión a cómo mejorará las condiciones de esta población en la que la gente ha vivido en la pobreza toda la vida; constantemente se presentan fallas en el servicio de energía, no hay alcantarillado y los pobladores subsisten, principalmente, de lo que les brinda la naturaleza. Mientras la mayoría de hombres salen por la mañana a realizar diferentes labores, entre las calles de arena las mujeres comercian bananos, pescados, patacones, fritos y dulces sobre mesones.
El tasajero es un depredador de oportunidades naturales. Si por el mar y la Ciénaga Grande de Santa Marta se convierte en pescador de peces, camarones y ostras, por los peajes viales se transforma en vendedor de frituras y almojábanas y por la fertilidad de la tierra puede hacer las veces de agricultor.
Por el ingreso del mar, la evaporación que se produce por las altas temperaturas y los fuertes vientos se beneficia de la hipersalinización de los suelos. Estos alcanzan un promedio de 50 y 60 UPS (Unidades Prácticas de Salinidad). Sin embargo, aunque aquí la sal es sinónimo de buena fortuna, este año, afirman sus trabajadores, tanto mineral les está jugando una mala pasada. Y es que el más reciente análisis de Parques Nacionales registró, en el kilómetro 35 de la vía, incrementos severos de salinidad que alcanzan los 90 UPS. Esta cifra supera todos los niveles de tolerancia de los mangles y prendió la alarma ante un nuevo evento de mortalidad masiva de la especie en la Ciénaga.
EN CRISIS
'Este año la producción de sal ha estado bien. El producto está brotando más, pero no hay a quien venderlo. No han llegado a comprar como esperábamos y hay mucha competencia', afirma, en la puerta de su casa, Juan Robles Macías, recolector de sal de 69 años.

Recolección y venta: Los recolectores de sal aprovechan la sequía y el ingreso del mar a la tierra para crear salinas (parcela con agua de mar). En ellas se deja evaporar el agua para que quede solo la sal, que luego será vendida. Es recogida con palas de plástico y se deja secar al sol y el viento por varios días. Los sacos se vende entre $2.500 y $8.000, dependiendo del comprador y la cantidad.
Para llegar a ella, desde la vía, hay que atravesar un camino de tierra húmeda de diez metros, bordeado por 26 televisores dañados y enterrados en la arena, que represan dos contaminadas minas de sal. El artífice de esta obra de ingeniería postapocalíptica es un reciclador del pueblo que regala las carcasas a sus vecinos. Cualquier extraño que camine este particular sendero será escoltado por la mirada de tasajeros, agolpados en las puertas de sus viviendas o entre los orificios de los ladrillos que hacen de ventanas.
Robles Macías saluda efusivamente con sus manos grandes, arrugadas y callosas. En Tasajera una mano rústica es sinónimo de experiencia salina, y las de este veterano de piel cobriza son quizás las más rascadas de la población por el mineral. La sal marina es un exfoliante natural que, mal tratado, va lesionado la piel con el tiempo. Con 45 años en el oficio, las huellas dactilares de las puntas de los dedos de Robles desaparecieron, con excepción de los pulgares. Sus uñas adquirieron un color marrón, probablemente por hongos nunca tratados, y las palmas de sus manos podrían fácilmente cortar el rostro de una persona a punta de cachetadas.
Pero él no es hombre violento. Su efusividad también se refleja en el rostro largo cuando sonríe y multiplica sus arrugas. 'Con este oficio saqué adelante a mis cinco hijos. Uno es profesor de matemáticas de una escuela. Las hembras son amas de casa y los otros dos trabajan conmigo', comenta, mientras da un par de palmadas a un saco con sal que está en la terraza. Aquí guarda 300 costales, a los que llama vasijas, desde hace un mes. Explica que vende cada uno a $3.000 y que durante 30 días puede comercializar entre 100 y 150. Sin embargo, la carretera nacional hace días no es buena vitrina.
YA NO ES LO MISMO
Aniseto Escobar Acosta, 48 años, da un golpe seco a uno de los cien bultos de sal que guarda en su patio a la espera de la llamada de una finca cercana para comprarle 50 bultos para alimentar ganado o de una clínica naturista del interior del país que puede llevarse toda la producción.
De cuerpo y barriga sobresalientes, evoca aquellas épocas en las que la sal brotaba literalmente a borbotones del suelo. 'Eran los años 60, nos íbamos un grupo, al kilómetro 19 o al 18 o al 17a, y cogíamos sal de la tierra. Esta salía solita y hasta más blanca que la que uno saca ahora. Lastimosamente metieron el tubo de gas por ahí y eso se perdió', cuenta en la puerta de su casa, por la que pasan un par de cobradiarios que escuchan atentos el relato.
Robles es un recolector de sal de pura cepa, que aprendió a estirar la destreza que adquirió en las manos cuando tenía que sobrellevar sequías financieras como la de ahora, en la que el mineral no se convierte en salario. Aprendió a hacer ladrillos de arena y cemento cuando la tierra no tenía el mineral suficiente para alimentar a su familia. Hoy con sus hijos fabrica y vende una bolsa con 50 ladrillos por $75 mil entre sus vecinos o a compradores que llegan de poblaciones cercanas. Dice con orgullo que muchas de las casas de Tasajera han sido construidas con estos y que gracias a sus hijos y a sus manos lo sigue haciendo.
De repente coge con sus manos un puñado grande de sal de un saco y deja caer lentamente, entre sus dedos, los gránulos, despreocupado de que se pierdan en el suelo. Su mirada se pierde entre la salada nívea, mientras dice que la sal en sus manos pasará a sus hijos y los hijos de sus hijos, hasta que el último de los Robles quede en tierra.