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Estatua de Medea en el Museo de Pérgamo en Alemania. Shutterstock
Libros

Formas de maternidad en la literatura

En los libros hay madres que cuidan casas, adoptan, vengan a sus hijos o examinan los prejuicios sobre su condición. ¿Cómo se manifiestan en la ficción literaria?

Aunque la expresión condescendiente “madre sólo hay una” se siga repitiendo con algunas variaciones en las campañas del Día de la Madre, lo cierto es que existen múltiples maternidades, tantas o más que madres en el mundo.

No sólo hay madres biológicas o adoptivas, también hay las abuelas, las tiranas, las disidentes, las madres-madres, madres-padres y madres-hijas, etcétera. Y ninguna representa el mismo papel en todo momento: transitan entre una y otra posibilidad; y la literatura, en la que abundan las madres (y maternidades), es patencia de eso.

En Agamenón, la obra de Esquilo representada por primera vez hacia el año 458 a. C., el jefe de los argivos es asesinado por su mujer, Clitemnestra, en venganza del sacrificio de Ifigenia, hija de ambos. ¿El motivo del sacrificio? Que las naves de su ejército guerrero regresaran a salvo de Troya.

Su mujer también mata a Casandra, amante de él, y lo hace acompañada de Egisto, amante suyo. Todo ello redunda para ella en una “obra buena” que incluso aumenta “los placeres del lecho”.

Cuando le dicen que será desterrada de la ciudad y odiada por su pueblo, ella replica: “Nada echas en cara a este hombre, que ha sacrificado a su hija, sin cuidarse más de ella que de una oveja de las que abundan en los pastizales”.

Por otro lado, también en la literatura clásica griega, Medea es conocida por haber asesinado a sus hijos. De ella se ordena el destierro de Corinto para que su esposo Jasón se case con Glauce. La filicida pide un día más de plazo para marcharse del pueblo, tiempo que aprovecha para matar con veneno a la prometida, y acto seguido a sus propios hijos. Al preguntársele si se atreverá a matar a su “simiente”, ella responde: “Sí, pues principalmente de esta manera mi esposo será mordido”.

Mamás grandes

Úrsula Iguarán, personaje vertebral de Cien años de soledad (1967), es la madre que pone orden a las cosas, que vive en movimiento frenético y que, más que ningún otro miembro de los Buendía, se muestra clarividente ante los cambios. 

Cada vez que nace un hijo Úrsula verifica que tenga todas sus partes humanas, previendo que ninguno nazca con la vaticinada cola de cerdo. Ella encuentra la ruta de los grandes inventos que su marido no pudo. Con la peste del insomnio que asola a Macondo, prepara un brebaje de acónito para los insomnes. Durante la ampliación de la casa, su poder trasciende lo material: “Úrsula ordenaba la posición de la luz y la conducta del calor, y repartía el espacio sin el menor sentido de sus límites”.

Su poderío se asemeja a veces a otro personaje de Gabriel García Márquez: la Mamá Grande, dueña de los vientos, de las aguas y el calor, quien también —aunque muriera virgen y sin hijos— estaba “dotada por la naturaleza para amamantar ella sola a toda su especie” con sus “tetas matriarcales”.  

Dar la teta

En una crónica que es ensayo y testimonio de su experiencia de madre, la escritora cartagenera Margarita García Robayo examina los lugares comunes con que se adornan las vivencias de mujeres recién paridas o que van a parir. Se trata de “Leche”, texto recogido en el libro Primera persona (2018). Allí la narradora habla de un curso preparto en donde “todas queríamos dar la teta con la convicción de quien se juega en ello el título de madre”. 

Cuando tiene el hijo, su temor se concreta: como le cuesta dar leche por una hinchazón del pezón, le asignan “un régimen de ordeñe hiperestricto”. El lenguaje —rabiosamente directo y autocrítico— que usa García Robayo cuestiona prejuicios en torno a la supuesta “naturaleza” maternal de las mujeres y habla de cómo “dar la teta se ha convertido en una cruzada progresista, una militancia, un dogma religioso: todo junto”.

Vínculo ambivalente

En la novela Los niños (2014), de la autora bogotana Carolina Sanín, Laura vive en un tercer piso acompañada de Brus, su perro. Una noche llega o encuentra al pie de su edificio un niño, Fidel o Elvis, y su presencia trae a su vida un orden nuevo: “Un niño había venido a buscarla y ella se sentía elegida, ocupada, segura de que en adelante andaría de acto en acto”.

La verdad sobre la identidad de los padres biológicos del niño no es relevante. Fidel es quien se aparece un día, llorando, bajo el balcón de su apartamento. Laura manifiesta sentimientos de adoración hacia él, y a veces se muestra posesiva, otras decide instruirlo o lo invita a confiar en su soledad. Los estados de ánimo de Fidel corresponden a los de un niño curioso y distante, emotivo y seco, apegado y desapegado a la vez. En la ambigua pareja que ambos conforman sobresale la tensión de los roles establecidos, lo que en Fidel y Laura se convierte pronto en una pregunta sobre la versatilidad de la compañía.

Padre-madre

En el relato Maternidad (1974), del escritor caleño Andrés Caicedo, un adolescente se hace padre. Antes de las vacaciones de quinto de bachillerato, seis compañeros muertos en diversas circunstancias se convierten en el emblema de una “feroz época” para su generación. En medio de esta “decadencia”, el narrador protagonista decide hacer su propia afirmación de vida: tener un hijo. 

Así conoce a Patricia en una fiesta. Él la convence de que la única forma que tienen de salvarse es “trascendiendo en algo”.  Si al narrador el deseo de trascendencia le viene por cuenta de los muertos, a ella el suicidio de un vecino suyo de toda la vida, otro compañero generacional, la decide a la concepción. Una cumbre alta, con la vista lejana del mar, es el lugar escogido por él para llevarla a cabo. Ella no disfruta el acto. Serán el matrimonio más joven de la sociedad caleña.

Con el embarazo se acentúan las diferencias: ella deja los estudios y él no. El cuerpo de Patricia se arruga y se cae, mientras él es una celebridad en el colegio: “padre a los 16 años”. Después del parto, ella descuida al hijo, y él sigue madrugando para estudiar, barrer, trapear, cambiar pañales: se hace cargo del hijo. Mientras ella se droga y se va, él aguarda con su primogénito “una mejor época”.

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