La Guajira

Seis horas como vendedora de mochilas wayuu

La corresponsal en La Guajira, Sandra Guerrero, trabajó mediodía con Edeisuana Epiayú, una artesana de la tradicional Avenida Primera de Riohacha.

Riohacha. A las ocho de la mañana comenzamos la venta, después de salir de la ranchería en Aremasain, Manaure, hasta Riohacha, trayecto que tomó media hora en moto.

Una tenue brisa soplaba en la playa sembrada de cocoteros, a orillas del tradicional mar azul guajiro que por estos días luce marrón por las crecientes del río Ranchería producto de las lluvias que no caían en esta región desde hacía 24 meses.

Edeisuana, una indígena de 20 años de la casta Epiayú y madre de Álex, un bebé de dos años que lleva a todas partes, buscó en el Fondo Mixto de Cultura la escoba que todos los días les prestan para barrer el pedazo de acera en el que, por separado, cuatro artesanas wayuu exhiben, hasta casi entrada la noche, sus mochilas multicolores.

Frente a varios restaurantes y el hotel Taroa, cuando la capital apenas comenzaba a retomar sus actividades, pusimos sobre dos sábanas las 47 mochilas, de diferentes tamaños, tejidos y decoraciones, que estaban listas para vender.

“Mi marido se queda en casa porque está sembrando frijol para aprovechar las lluvias, por eso me traigo al niño”, contaba Edeisuana cuando llegó el primer cliente. De acento paisa, Julio Giraldo, un empresario antioqueño que por primera vez visitaba Riohacha, preguntó, antes que nada, por los precios.

La artesana comenzó a atenderlo; a mí me tocó la tarea de mostrarle los diferentes modelos. El comprador, sin embargo, sabía lo que iba a llevar. “Las quiero lisas, no muy coloridas y preferiblemente de tonos tierra”, especificó.

Claro que lo más atractivo fue lo que anunció: “Voy a comprar varias”. Y pidió que le permitieran tomar fotos para mandárselas a su esposa en Medellín, quien vende bolsos y seguramente a su “clientela le van a gustar mucho con esos colores”, explicó.

Atender las peticiones del primer comprador del día, pensando en aquello de que “clientes satisfechos traen más clientes”, resultó toda una ceremonia. Tocó mostrarle una y otra mochila, darle los precios, acomodar las que quería para tomarles fotos, esperar que las enviara por WhatsApp a su esposa y que ella escogiera.

Al final la recompensa fue la mejor porque el empresario compró cuatro mochilas, cada una a $45.000, para un total de $180.000. Claro que Giraldo regateó, no podía irse sin pedir rebaja, y Edeisuana dejó la venta en $160.000.

Ventas a pleno sol

Eran las 8:30 de la mañana y ya habíamos vendido cuatro mochilas de un solo, algo muy satisfactorio por la artesana que, como las demás indígenas, demora, dependiendo del diseño y el tamaño, entre una y dos semanas en cada elaboración.

Poco expresiva como suelen ser, la joven Epiayú, la única de las tres que consulté que me aceptó como vendedora por un día, apenas sonrió por la venta.

En una silla de plástico se sentó a atender a Álex, seguramente con la tranquilidad de que había salvado el día, y siguió tejiendo la mochila que el día anterior dejó sin terminar.

Con el pasar de las horas me invadió la sensación de que la venta al paisa fue un golpe de suerte, ya que en el resto del día solo vimos pasar a personas que miraban las artesanías, turistas que tomaban fotos a la distancia y algunos que se acercaron a preguntar precios y se iban.

La única presencia permanente fue la del calor, ya que la temperatura registrada fue de 35 grados, con una sensación térmica de 41 grados. Nada agradable porque cuando se trataba de atender a un posible cliente o a alguien que se acercaba al puesto había que hacerlo a pleno sol.

Las cuentas

Tampoco fue agradable tener que prestar un baño en uno de los negocios cercanos y la única forma de refrescarse bajo un árbol fue comprando una bolsa con agua para echarse en la cara.

Entender y descubrir la labor de los artesanos sin ventas estables fue poco gratificante. De los $160.000 que recibió Edeisuana había que deducir los $20.000 del transporte, ida y vuelta, hasta Aremasain y los $6.000 del almuerzo. A ella, cada bola de hilo le costó $1.300 y en cada mochila gastó 10 ovillos para un total de $52.000 en las cuatro mochilas.

A estos gastos hay que añadirles los $26.000 de las cinco bolas de hilo para tejer cada gaza o fajón del que cuelga una mochila. Es decir, la ganancia por la venta mañanera y única del día fue de $54.000, los que le sirvieron a Edeisuana para comprar más hilos y “destinar algo” para su hogar.

Sus ganancias podrían ser mayores si le pagaran lo que realmente vale su mano de obra como artista del tejido. Entre ellas está claro que quienes se lucran son los revendedores de las multicolores mochilas, pues en el interior del país o en capitales de la Costa pueden llegar a pedir por cada una entre $120.000 y $350.000. Y si las llevan al exterior los precios son mayores.

Por eso la joven wayuu afirma que, como hay días en los que no vende nada, se alegra cuando llegan las lluvias porque su marido puede cultivar y así la familia asegura otra entrada económica para alimentarse.

A la una de la tarde dejé a Edeisuana Epiayú. Sentir lo que sucede con las artesanas indígenas fue una experiencia que, en lo personal, me permitirá valorar el trabajo que ellas realizan a diario ofreciendo sus creaciones, incluso en condiciones adversas.

Si cada mañana pasaba por la Avenida Primera a mirar el mar, recordando la célebre frase familiar “tener al mar cerca, da más días a tu vida”, que expresaba la tía abuela Susana Vanegas, que vivió hasta los 106 años, ahora tendré otra motivación: apreciar las maravillas que con las manos hacen las tejedoras wayuu.

La leyenda

La mochila es una práctica ancestral que aprenden las niñas wayuu de sus madres y abuelas mientras están en el encierro. La leyenda dice que había una mujer indígena, quien no contaba con ningún atractivo y estaba enamorada de un hombre, por lo que para acercarse a él le pidió trabajo y estadía en su ranchería en la Alta Guajira, ayudando en las labores de tejido de la familia. Los primeros hilos de piel de oveja que recibió para tejer se los comió sin que nadie se diera cuenta y en las noches ella se transformaba en una hermosa dama llamada Wareker, a quien le salían de la boca hilos para tejer de colores vivos, con los que fabricaba muchas mochilas con figuras de animales y símbolos que representaban las diferentes castas de la comunidad indígena. La mujer conquistó el corazón del pastor wayuu, después de ser descubierta elaborando las hermosas mochilas en la madrugada.

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