El Heraldo
Maximiliano junto a su madre, Diana Lucía Rincón. Rafael Castillo
Familia

Alegría máxima en medio de la pandemia

Un relato de la espera y nacimiento de un bebé en estos días tan complejos. Un desahogo de amor en los tiempos del coronavirus.

No puedo dormir. El reloj del celular marca las 3:18 de la madrugada del miércoles 25 de marzo. Ya es el primer día de aislamiento preventivo en Colombia decretado por el presidente Iván Duque para tratar de reducir y contener la propagación del coronavirus. También es mi primer día de teletrabajo con EL HERALDO después de que estalló la emergencia mundial por la enfermedad.

Venía laborando desde hace dos semanas tomando algunas precauciones por la pandemia, que ya estaba ganando terreno en todo el globo terráqueo y comenzaba a generar medidas en nuestro país como la suspensión de eventos de más de 500 personas.

A pesar de que ya se conocía la suspensión de la Asamblea del BID, la Copa Libertadores y la Liga Colombiana, entre muchos otros eventos de todo tipo, todavía no se dimensionaba realmente en gran parte de la población barranquillera la facilidad de contagio del Covid-19 y todos los traumas que traerían consigo los intentos por detenerlo. Yo, que tenía a mi esposa en la semana 36 de embarazo de nuestro segundo hijo, Maximiliano, ya andaba con los pelos de punta. Miraba con incertidumbre y con desconfianza todo, en vista de lo que sucedía en Italia y España, que empezaban a alcanzar las cifras de infectados y víctimas fatales de China, país en el que surgió el virus (más exactamente en la ciudad de Wuhan).

“Si esas naciones europeas, con sistemas de salud superiores a los nuestros, se encontraban en semejante crisis sanitaria, ¿qué sería de nosotros?”, pensaba alarmado.

Por eso el domingo 15 de marzo, en mi rol de editor deportivo de EL HERALDO, cuando salí a hacer un recorrido por las canchas de la ciudad para ver si se habían frenado los partidos de fútbol en los barrios, como sí sucedió con la actividad deportiva en todo el universo, Jonás, el conductor, y César Bolívar, el reportero gráfico, los dos compañeros que tuve en esa misión periodística, nos armamos con una botellita de alcohol para lavarnos las manos después de cada parada.

Las canchas barriales estaban llenas de niños, jóvenes, adultos y veteranos que jugaban como si no pasara nada. No sabía si estresarme o relajarme con la tranquilidad de la gente. Opté por levantar el ánimo, pero sin bajar la guardia. Desarrollamos nuestro trabajo y nos divertimos con las ocurrencias de los ciudadanos sobre el coronavirus, pero casi nos acabamos el alcohol. No nos confiamos.

“No se puede dar papaya, viejo Rafa”, dijo Jonás, con su peculiar tono de voz.

La misma actitud estaba asumiendo con mi esposa, Diana Lucía Rincón. Ella, con su pelota de baloncesto en el abdomen, como a veces le decía jocosamente a su hermoso estado, seguía en la jugada del departamento de mercadeo de la Fundación Zoológico de Barranquilla, pero con su respectiva dotación de antibacterial y el lavado constante de manos.

Así, pero quizá al doble, andaba yo en las oficinas de EL HERALDO. Hasta me dio una dermatitis en la muñeca derecha de tanto jabón. Una vez abusé tanto que las manos me quedaron como esponja y a pesar de haberlas bañado con mucha agua en varias oportunidades, continuaba saliendo espuma al frotarlas.

Prefería no saludar de mano y mucho menos de beso, pero si me estiraban los cinco dedos o el puño, ponía el codo por cortesía. Evitaba el mínimo contacto. El martes 24, en un momento de preocupación y estrés, tuve una discusión con un compañero que insistía en la unión de manos y no entendía mis precauciones básicas. Le parecía extremista. Luego le presenté disculpas y le expliqué que la pronta llegada del hermanito de Luciana, mi primogénita de 8 años de edad, me tenía en alerta máxima.

Rafael Castillo, editor de deportes de EL HERALDO, mientras esperaba la llegada de su hijo. Rafael Castillo

Era imposible relajarme. El panorama era cada vez más ensombrecido en las noticias. Los gobiernos extremaban medidas, todo se aplazaba, todo se cerraba. ¿Cómo no preocuparse? Y en las conversaciones con amigos y compañeros casi todos me miraban con compasión o arrugaban la cara al acordarse de que el nuevo miembro de mi familia arribaría en medio de esta peste ‘made in China’.

“¿Cómo van a hacer?”, era la pregunta infaltable ante una adversidad que definitivamente no es ‘cuento chino’.

El Zoo lo cerraron como medida preventiva y mi señora se confinó a trabajar desde la casa en compañía de la pequeña Lu y mis suegros, que hacen parte de las personas en condiciones médicas de riesgo ante el Covid-19.

Precauciones

 Lo único que podía hacer yo, que seguía saliendo de casa, era reducir las posibilidades de contagio acatando todas las recomendaciones posibles. Salía del trabajo con las manos limpias, pero embadurnaba con antibacterial la dirección del carro, la barra de cambios, el freno de mano, las llaves y todo lo que tocaba.

Al llegar a mi hogar, en la noche, una botella de alcohol en spray le esperaba a mis manos, mi maletín, la suela de mis zapatos y a todo lo que traía puesto y guardado. Nada escapaba al ‘bautizo alcoholiano’.

Mi esposa, con tapabocas, me entregaba la botella y unas bolsas para ir depositando lo que me retiraba. El calzado pasaba de la puerta al balcón, la ropa a las bolsas y luego a una caneca aparte que se metía directo a la lavadora al día siguiente.

El celular, el reloj y la cartera también se rociaban con alcohol. Todo un operativo de seguridad.

Aunque hacían muchísima falta, estaban restringidos los abrazos, se habían prohibido los besos. Un “hola” a metros y nada más, a bañarse.

Mi hija, a pesar de las restricciones, siempre corría alegre y efusiva a saludarme hasta que el tono de advertencia de su madre la frenaba en seco: “¡Luciana, no te acerques! Espera que se bañe”.

Después de pasar por la regadera y la espuma del jabón, que es lo más efectivo contra el coronavirus, según los expertos, se daba un saludo más afectuoso y más acorde en medio de tanto desasosiego.

“¿Cómo van a hacer?”, era la pregunta infaltable ante una adversidad que definitivamente no es ‘cuento chino’.
Diana Lucía Rincón momentos después de dar a luz a Maximiliano. Rafael Castillo

Las preocupaciones

El viernes 20 de marzo, sabiendo el anuncio de aislamiento preventivo desde el miércoles 25, acudimos al consultorio del ginecólogo Rey Cuéllar, que es de esos ángeles con los que Dios bendice el camino de las personas.

Se suponía que era la última ecografía y cita antes de la cesárea programada para el viernes 27 de marzo. A Rey, que suele ser optimista, lo encontramos bastante preocupado con la situación presentada por el Covid-19 y nos pidió que nos cuidáramos mucho y le practicáramos un examen más exhaustivo al bebé para corroborar que todo marchaba bien por si acaso se adelantaba la fecha de su nacimiento. Lo inquietaba que el pico de contagiados por la enfermedad estuviese alto en el momento de la aparición de la criatura.

Al día siguiente, un sábado atípico, con escasa gente las calles, fuimos a practicarle el doppler a ‘Max’. Esa mañana nos sentimos en una película apocalíptica. El edificio donde se ubica el consultorio del especialista Miguel Parra, que normalmente tiene muchísimo movimiento de gente, se encontraba casi desierto.

En la sala de espera había otras dos parejas con menos meses de embarazo que nosotros, aguardando su turno. Todos en silencio, sin hablar ni mirar siquiera a los otros. Cada uno en lo suyo, como desconfiando de los demás o en medio de la misma zozobra.

Afortunadamente las pruebas resultaron satisfactorias. El crecimiento de ‘Max’ en el vientre de su madre avanzaba normal y la fecha del 27 se mantenía. ‘No había de qué angustiarse’.

Sin embargo, en esa madrugada del 25 de marzo en la que no podía conciliar el sueño, mil cosas me pasaban por la cabeza. Tenía las preocupaciones típicas de cualquier padre y las que despertaba una pandemia nunca antes vista.

¿Cómo estará la clínica cuando lleguemos? ¿Habrá personal médico para atendernos? ¿Lo contagiarán? Interrogantes inevitables rodeaban mi mente.

A medida que se acercaba el día, más controles se ejercían en la casa. Un enfermero llegó a ponerle una inyección que el médico le recetó a mi esposa y no pasó de la puerta hasta tener las suelas listas para dejar huellas de puro alcohol. Le improvisaron una especie de vestido antivirus. Le pusieron de camiseta una bolsa grande negra (con mangas y todo). Le hicieron cambiar el tapaboca y los guantes. Le desinfectaron las manos y posaron sobre él una mirada vigilante a cada movimiento. El joven, muy amable, aplaudió las prevenciones. “Ojalá todo el mundo estuviera así de pendiente”.

El mismo operativo aplicaba para bolsas y cosas que llegaban por domicilio.

Si esta enfermedad no surge y el mundo hubiese sostenido su curso normal, los días previos al nacimiento de mi bebé habrían estado ambientados con los primeros partidos de la selección Colombia en la eliminatoria al Mundial Catar-2022 (27 y 31 de marzo) y con la antesala de la inauguración del monumento de homenaje a Junior ‘Ventana de Campeones’ (2 de abril). Pero la vida te da sorpresas. En la mañana de ese 25 de marzo, trasnochado, en vez de estar pendiente del juego Colombia-Venezuela, me hallaba en el balcón del apartamento donde vivo apreciando el comportamiento de la gente en el primer día de aislamiento.

Trabajar desde casa en el inicio de la cuarentena me brindó algo de alivio (me exponía menos) y me desconectó un poco de las preocupaciones que giraban en mi pensamiento.

Maximiliano Castillo Rincón. Rafael Castillo

Y llegó la hora

 Fue un día raro, enviando notas desde la casa, viendo a mi hija en sus clases de colegio a través del computador y pensando con mi esposa en lo que se nos venía el viernes 27.

Pero el viernes no jugó Colombia ante Venezuela y no abrió sus ojos al mundo Maximiliano. El menor de los Castillo Rincón se nos adelantó y quiso salir el jueves 26. Diana sintió que la barriga bajó y aumentaron las contracciones. Rey pidió que nos fuéramos inmediatamente a la clínica Porto Azul, y a correr se dijo. Que la cédula, que el alcohol, que esto, que lo otro.

A las 9 a.m. partimos a la Porto Azul con la advertencia mutua de “no tocar nada” que no fuese necesario. La clínica estaba solitaria por fuera, con la mayoría de sus locales comerciales cerrados, excepto varias de sus droguerías.

Después de los trámites de rigor, subimos en el ascensor y llegamos a la Unidad de Cuidado Obstétrico. Diana se quitó sus aretes, fue a un vestier, se despojó de su ropa y sus zapatos y se puso la pinta quirúrgica. Con su rostro preocupado, mientras yo sonreía como si tuviera los nervios de acero (estaba muerto del susto), se fue con una enfermera hacia una camilla en una zona restringida. Alcancé a hablar con Rey, le dije que confiaba en su sapiencia y que me cuidara a los dos seres queridos que ponía en sus manos, a lo cual respondió sonriendo.

Mientras esperaba que me indicaran dónde debía ubicarme, trajeron una hermosa recién nacida para que la conociera su padre. Unos segundos enternecedores.

Yo quería estar ya en ese momento lindo y cumbre en el que uno experimenta el amor verdadero y se queda viendo a su retoño con un orgullo y sentimiento inigualables. No quería más espera ni drama.

En ese instante me conmoví y me di cuenta de todo lo que debía reprimirme. El papá, con tapabocas y guantes, mantuvo la distancia con su pequeña y la adoró en silencio y sin tocarla. “No quería pegarle nada, uno nunca sabe”, me diría al rato, después de felicitarlo y al encontrármelo en la sala de espera.

Ese señor fue uno de los pocos testigos de mi espera por la llegada de Maximiliano. Cuando Luciana vino al mundo, tuve la oportunidad de verla salir del vientre de su madre a un metro y medio de distancia. Pude ingresar a la sala de parto y observé todo en primera fila, pero esta vez me abstuve de repetir la experiencia por las circunstancias actuales.

En la sala de espera de la Unidad de Cuidados Obstétricos, la paciencia, que no es una de mis virtudes, se agotó más rápido y entendí aquel cliché que aparece en toda película o novela en la que los padres se ven caminando como león enjaulado mientras aguardan por noticias de sus bebés.

Así estaba yo, andando de un lado al otro, echándome antibacterial y preguntándole constantemente a la recepcionista (solo con gestos) si le habían avisado algo a ella. Decidí sentarme y calmarme un poco cuando veo un mensaje de Rey a través de WhatsApp. Era un vídeo en el que mostraba al recién nacido y decía: “Lo prometido es deuda. Aquí les presento a Maximiliano, un niño sano, súper y bendecido por Dios”.

No sabía qué hacer. Quería gritar, brincar y abrazar a alguien (casi agarro a la recepcionista, pero me acordé del coronavirus). Fue como celebrar un gol de visitante rodeado de hinchas locales. Le di un par de golpecitos rapiditos a la mesa de la recepción para desahogarme y dejé escapar unas lágrimas de felicidad. Una buena nueva entre tantas noticias malas, una luz en la oscuridad, una esperanza que llega mientras muchos se van.

Avisé, con el mismo video de Rey, a toda la familia. “Lu daba brincos de felicidad”, me contaron después. Lamentablemente la mayoría de nuestros familiares tendrá que esperar a que pase todo esto para conocer personalmente al menor de la descendencia (en estos días lo han visto a través de fotos y videollamadas).

Nació a las 11:18 a.m., pesó 3,320 kilogramos y midió 50,5 centímetros. Cuando me lo presentaron, quería tocarlo un poco y hablarle de cerca, pero me reprimí por su salud. Todavía es la hora, teniendo en cuenta que tuve muchas semanas saliendo y que el Covid-19 es una enfermedad asintomática en muchos casos, que no me le acerco demasiado para evitar “cualquier vaina”, como dice la mamá. Estoy de acuerdo. Hay que amoldarse. Quisiera cargarlo, pechicharlo y besarlo, pero es el amor en los tiempos del coronavirus. De todas formas, de cerca o de lejos, es una alegría máxima.

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