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El periodista Manuel Pérez en la película La Misión .
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Extras costeños recuerdan ‘La Misión’, al lado de Robert De Niro

En 2016 se cumplieron 30 años de la filmación de la película del director franco-británico Roland Joffé. Dos colombianos y un chileno cuentan la experiencia que los llevó como extras a la pantalla grande.

Bajo una noche estrellada en las cataratas del Iguazú –frontera entre Argentina y Brasil– dormía en una hamaca el indio Tos (Manuel Pérez) cuando el capitán Rodrigo Mendoza (Robert De Niro) lo apuñala hasta la muerte en La misión (1986). Esta escena de menos de dos minutos fue el debut (y la única aparición) en la pantalla grande de Pérez, entonces periodista de EL HERALDO. 

Cinco horas de viaje, un mes de estadía, tres días de grabación y un minuto y medio en la película convirtieron esta odisea –al lado del ya entonces reconocido actor estadounidense– en su mejor experiencia de vida. A la que llegó por “feo” y por una broma que le salió al revés a unos colegas.

Por 1986, el director franco-británico Roland Joffé encontró en Latinoamérica el escenario perfecto para filmar La misión, una película ambientada en el siglo XVIII que gira en torno a la labor de los misioneros jesuitas en las selvas de la región quienes, a través de la fe cristiana, querían imponer su civilización a las comunidades indígenas.

En la historia surgen tres personajes principales. El padre Gabriel (Jeremy Irons), quien, tras los arrojos a las cataratas de misioneros en manos de indígenas, encabeza solo la misión pastoral. El capitán Rodrigo Mendoza, un esclavista y cazador furtivo de indios que se arrepiente de sus actos y se une a la orden. Y el cardenal Altamirano (Ray McAnally), enviado por las potencias de España y Portugal para persuadir a los jesuitas. 

Con estos grandes actores en el elenco, Joffé solo necesitaban a los indígenas y a algunos nobles que hacían falta. Las comunidades aledañas a la grabación participarían, más otras personas que parecieran locales pero se dejaran guiar. Entonces, la producción llegó a Colombia para encontrarlos, más específicamente a Barranquilla… 

Entre chanza y chanza

En 1978, Manuel Pérez se vincula a esta casa editorial como reportero de crónica roja. Entre sus recorridos por la Fiscalía y la morgue, su editora, Olguita Emiliani, le asignó un compañero, el joven periodista Ernesto McCausland, para que lo “empapara del oficio”. 

Una mañana en la redacción, Ernesto, junto a Marco Schwartz y Pedro Lara, le comentaron que estaban buscando “al hombre más feo de Barranquilla para que saliera en una película. Tú seguro ganas, me decían”, cuenta Pérez entre risas. Convencidos se fueron todos en un Suzuki rojo que manejaba entonces Schwartz, actual director de EL HERALDO. 

 

A la llegada al hotel El Prado, los productores de cine señalaron a un “flaco, moreno, con cara de indio”; era Mañe, Gaspito, El calvo o El pelado –como es llamado el comunicador de Santo Tomás (Atlántico) de 69 años–. “Ellos estaban muertos de la risa y me terminaron escogiendo a mí entre 50 personas”.

La segunda entrevista fue en Cartagena, ahí comenzaría una odisea “inolvidable”. Al confirmarle su participación le asignaron el personaje de Tos, un indio enfermo encargado de cuidar los armamentos robados de los indígenas. Así, por un mes, Pérez dejó de ‘recoger’ muertos en sus páginas para posar frente a una cámara. 

La chanza de sus colegas le dejó una licencia remunerada, un viaje por Brasil y Argentina y 1.300 dólares en el bolsillo. “Semanalmente nos daban pesos argentinos para los gastos diarios, con eso compré vainas para la gente del periódico. Los dólares del pago me los cambió el doctor Juan B. Fernández, fueron $3 millones, mucho en esa época; con esa plata terminé de construir mi casa”, señala.   

Además, tuvo la “oportunidad” de que lo matara un exitoso Robert De Niro de 43 años. “Me pusieron una bolsa que tenía un tubo por donde salía un líquido rojo, él llegaba con un cuchillo de plástico que se hundía y me apuñalaba”. 

Filmaron por tres días solo esa escena nocturna –arreglada en edición– a plena luz de sol. “Me equivocaba y había que repetir. Pero cuando ya quedó lista De Niro, en el poco español que hablaba, me dijo que lo hice bien y me felicitó”, esas fueron las veces que más contacto tuvo Pérez con el actor, aunque éste tenía una suite en el mismo hotel donde lo hospedaron a él.

“Era amable pero no salía mucho”. En cambio el periodista aprovechó para bañarse en las playas de Río de Janeiro, conocer Sao Paulo y Manaos y viajar, en el avión de la producción, a Buenos Aires, Argentina durante un día completo. “Esa ha sido la mejor experiencia de mi vida”, expresa con una gran sonrisa. 

Y entre la ficción del filme y la realidad de su producción también estuvieron inmersos otros costeños…

En las murallas cartageneras

Los vestigios de la arquitectura colonial y republicana del centro histórico de Cartagena fueron también escenarios de la película. Allá participaron en el reparto los fallecidos actores Felipe Solano y el samario Pedro Conde, representando a la sociedad española de la colonia. 

De peluca blanca con canelones, rostro maquillado de blanco y traje eclesiástico de la época barroca se tuvo que disfrazar Enrique Lamas, en la misma función que sus colegas nombrados. El pintor y pianista chileno –radicado en Barranquilla hace décadas– era uno de los cuatro acompañantes del cardenal Altamirano. 

En su papel no figuraban diálogos ni escenas individuales. Se limitaba a seguir los pasos de McAnally a su espalda. Pero eso bastó para quien se había aproximado a la actuación con el deseo –no cumplido– de ser actor. Era la primera vez que el hoy reconocido pintor se acercaba a la pantalla grande más allá de una sala de cine, luego de haber hecho interpretaciones en producciones locales como El diablo y la carne y en teatro. 

“Por esos papeles en televisión me llamaron para presentar el casting, tuve una entrevista en inglés con el productor, en el hotel El Prado, y quedé. Yo me sentía como en un baño de agua de rosas, ha sido el único y gran acercamiento al cine desde sus entrañas, con los artistas”, afirma Lamas. 

Así fue. Por su facilidad con los idiomas, logró hablar con los actores principales: el “amable” De Niro, el “antipático” Irons y McAnally, con quien además de escena compartió gustos musicales y largas charlas que los convirtieron en amigos. 

“Era muy querido por todos. Y como yo hablo inglés e italiano hicimos amistad. Seguimos hablando incluso después de la grabación, pocos años antes de su muerte me envió una tarjeta de Navidad que firmó ‘Il cardinale”, menciona el pintor. 

Con él se dejó encantar de las maravillas del cine. La catedral de tamaño real que elaboraron con cartón, la exigencia de actores como De Niro que “repetía tomas por una palabra”, la precisión hasta en los pasos que debían dar en escena, la prohibición de cámaras fotográficas durante grabación.

“En una parte salíamos de una fábrica de orfebrería y nos llenaron de un polvillo fino con una pistola especial. Tocó parar la filmación porque yo me estaba ahogando”, se ríe. Y entre pausas Lamas concluye en una frase la experiencia: “Eso es lo que yo adoro del cine”.    

El pintor y pianista chileno Enrique Lamas, durante papel como actor secundario en la película La Misión.

En lengua waunana 

La producción pasaba de nobles a ‘incultos’ (en la historia) en un par de días. A 236 km de Cartagena, se trasladó a Santa Marta para dejar la aristocracia por la humanidad indígena. Y hasta allá, en la orilla del río Don Diego, fue a parar por tres meses Tomás Urueta.

Una ciudad entera, como en aquellos tiempos en Uruguay, fue construida como set al pie de la comunidad indígena de la Sierra Nevada. Fue un marzo de lluvias en el Caribe que terminaron inundando la urbanización del filme; ni los ingenieros estadounidenses pudieron salvarla. 

“Yo hablé con el encargado y le dije que los ancianos (indígenas) sabían cómo arreglarlo. Se rieron y me dijeron que no molestara”, cuenta Urueta. No se equivocaba. Ante la desesperación ningún intento sería en vano. Así que luego de reunirse en consejo los locales decidieron ayudar. 

Con los conocimientos de su tierra que les da la vida, los indígenas hicieron un desagüe con una inclinación específica que hizo que saliera el agua. “Ellos estaban asustados pensando en que se iban a ahogar mientras los niños nadaban felices. Después de eso todos quedaron sorprendidos y le tuvieron mucho respecto a la comunidad”.   

Fue mucho más lo que aprendió de los indígenas que del cine, confiesa Urueta. Pasó día y noche con ellos, vivió sus tradiciones, veneró sus animales sagrados, participó en sus rituales  y probó sus comidas típicas. Hasta rompió el tabú del sexo. No solo por acostumbrarse a ver a mujeres con el torso desnudo, sino porque presenció un parto. 

Fue en el río, como es la costumbre, alejados del bullicio de las cámaras. No eran más de 10 personas, entre ellas Urueta. Después de algunas oraciones a la naturaleza la comadrona vio nacer al niño, y la madre siguió la tradición de cortar el cordón umbilical con los dientes. 

De ahí en adelante se convirtió en un huésped de confianza; aprendió lengua waunana y dio clases de matemáticas, origami, geometría y lectura a los niños; “y ellos me enseñaron ciencia”.

Incluso, unos  años después, con el apoyo de Gustavo Bell, entonces gobernador del Atlántico, Urueta trajo a Barranquilla a dos indígenas para que estudiaran y regresaran a enseñar. Y en un cumpleaños de la ciudad actuaron en la obra que presentó en la celebración. 

Después de 30 años, Manuel Pérez, Enrique Lamas y Tomás Urueta mantienen vivo el recuerdo de llegar al cine en tres perspectivas diferentes.

El artista oriundo de Usiacurí Tomás Urueta.
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