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Cincuenta años de un libro anunciado por la nieve

¿Qué pasaba en el mundo hace 50 años cuando se publicó la obra cumbre de García Márquez?

De pronto, como si se tratase de un presagio, una nevisca descaminada pintó de blanco la vida de la Ciudad de México. La gente salió a la calle para dejarse tocar por los copos menudos como el algodón, y a muchos les sobrevino una risa de carcajadas que alcanzó a preocupar seriamente a quienes no se habían dejado descomponer por el asombro.  

Era enero de 1.967, y Gabriel García Márquez, un escritor colombiano que había convertido a México en su guarida definitiva, no tenía tiempo para perplejidades climáticas. Su más reciente novela, que le había costado 30 años de gestación y 18 meses de parto, a nadie parecía importarle un comino. En eso pensaba cuando empezó a nevar, preguntándose la razón por la cual Carlos Barral, el más influyente de los editores de España, se había negado a publicar el libro (años después, Barral quiso ponerle fin a la leyenda del rechazo, afirmando que no recibió el manuscrito a tiempo, y que solo pudo leerlo meses después, cuando la novela ya estaba en las librerías). García Márquez decidió entonces hacer un nuevo intento, y se gastó sus últimos 82 pesos en el envío de la mitad de la última copia mecanografiada que le quedaba -la famosa segunda mitad- a la Editorial Sudamericana, de Buenos Aires, debatiéndose entre la incertidumbre y la esperanza. Lo que ocurrió después es cuento contado.

Pero los sentimientos encontrados no eran exclusivos de un escritor en el purgatorio. El mundo vivía una época de definiciones y bullicios: guerras frías, tibias y calientes; protestas generalizadas en contra de todas ellas; rock, drogas, minifaldas; tecnologías impensadas colonizando las cotidianidades; sacudones libertarios de gente desarmada y también de gente armada hasta los dientes; asesinatos, vacunas, dictaduras; sacerdotes pobres luchando por los pobres; escritores demostrando la superioridad de una lengua que parecía agotada; personas de carne y hueso mirando toda esta confusión desde las pequeñas ventanas de sus naves espaciales. Ya nada era predecible, y las almas en vilo colmaban los estadios y los cuarteles y las plazas y las cafeterías de los cinco continentes, unidas por primera vez en la historia, reconociéndose en las pantallas de los televisores que comenzaban a transmitir vía satélite la vorágine humana.

Ediciones en diferentes idiomas del libro ‘Cien años de soledad’.

1.967 fue declarado por la Organización de las Naciones Unidas como el Año Internacional del Turista, por supuesto sin la salvedad de que medio mundo estaba vedado para los viajes de placer.

Ningún vacacionista en sus cabales hubiese considerado la posibilidad de aventurarse por tierras vietnamitas, en donde casi medio millón de soldados estadounidenses comenzaban a dudar de las razones por las cuales estaban combatiendo, tan lejos de sus casas, contra un enemigo invisible.

Tampoco era buena idea ir de vacaciones a Oriente Próximo; la joven Israel disparaba sus cañones en todas direcciones contra la coalición árabe conformada por sus vecinos que, tratando de acabar con el Estado judío, en seis días terminaron perdiendo el control sobre los territorios del Sinaí, Gaza, Cisjordania, altos del Golán y el este de Jerusalén.

Pero también en Europa, en el corazón de la civilización occidental, la situación no estaba para tomarse fotos junto a los milenarios monumentos. A sangre y fuego fue perpetrado el llamado “golpe de los coroneles”, que puso fin a la democracia griega y obligó al rey Constantino a partir hacia el exilio.

El escritor Gabriel García Márquez lee uno de sus libros. Archivo

¿A dónde podrían ir entonces los turistas homenajeados por la ONU? A Centroamérica, tal vez, pero con seguridad no a Nicaragua, donde el 22 de enero 1.500 personas fueron masacradas por balas oficiales mientras protestaban en contra del gobierno del presidente Lorenzo Guerrero Gutiérrez y de su heredero político y candidato presidencial, un tal Anastasio Somoza Debayle.

El absurdo miramiento a los turistas del mundo terminó convirtiéndose en un gigantesco monumento a la insensatez, no solo por la imposibilidad de viajar a los países en conflicto, sino también a muchos de los que aparentemente disfrutaban de la paz de Dios o del Estado. Si querías ir a China, no te dejaban entrar; que a la Unión Soviética, después tendrías problemas para entrar a Estados Unidos por sospechas de militancia comunista; si eras negro no se te podía ocurrir aparecerte por Mississippi, Texas o Alabama, porque podrían cazarte como a un animal en fuga; en Bolivia te hubieran recibido con la noticia de la ejecución de Ernesto Guevara, abandonado en medio de la selva, cansado, y solo, y ya muerto antes de recibir la primera descarga.

Los primeros lectores de Cien Años de Soledad, el libro que se abría paso entre la extraña nieve mexicana, estaban, pues, sumergidos en una realidad peligrosa y veloz, a medio camino entre el éxtasis y la muerte. Pero no todo se trataba de antagonismos resueltos a los tiros. También surgieron ejemplos de creatividad, progreso y fraternidad que lograron poner un poco de freno a la locura.

En Sudáfrica, un médico visionario realizó el primer trasplante de corazón. En Inglaterra, se publicó el álbum de rock Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, el más importante de The Beatles y el más influyente de todos los tiempos. En San Francisco, 10 mil personas marcharon contra la guerra de Vietnam. Activistas de los derechos civiles en Estados Unidos lograron que el asesinato de un negro fuera considerado como un homicidio. Y claro, el bendito libro por el que Mercedes Barcha tuvo que empeñar todas las joyas heredadas de su familia para que su marido pudiese escribirlo, se publicó a finales de mayo. 

Tal vez en el momento en el que por fin tuvo en sus manos un ejemplar de su obra maestra, Gabriel García Márquez acumuló la tranquilidad suficiente para volver a pensar en Colombia. Allí, las cosas marchaban con más lentitud que en otras partes, pero la indolencia propia de una sociedad conservadora y devota por momentos se dejaba zarandear por algunos sectores que pretendían desafiar el statu quo. No obstante, este anhelo de cambio, surgido en la intelectualidad de vanguardia y en los movimientos estudiantiles y campesinos, tardaría muchos años en tomarse en serio. La guerrilla de las Farc se fortalecía en medio de los intentos insuficientes del gobierno de Carlos Lleras Restrepo por emprender una gran Reforma Agraria que solucionara el problema de la tierra, el determinador de todas las desigualdades y las violencias del país. Pero como el conflicto armado se desarrollaba lejos de las ciudades y era ajeno a las pretensiones de modernidad de la incipiente clase media, Colombia tuvo tiempo de flexibilizar algunas posturas y de abrir espacios para ciertos debates políticos y culturales. Se fundó la Orquesta Filarmónica de Bogotá, se le abrió paso a una generación de artistas plásticos que se ganó el respeto mundial, la juventud comenzó a ganar un terreno propio, a través de la música y las modas importadas del norte. Pero, en el fondo, algunos de esos esfuerzos no tuvieron el arraigo suficiente como para influenciar una transformación profunda en las estructuras de poder y en las herramientas con las cuales el país debía enfrentarse a las tristes circunstancias que tanto sufrimiento habrían de seguirle causando.

En ese escenario y de muchas maneras, la aparición hace medio siglo de Cien Años de Soledad contribuyó a explicar algunas de las razones de nuestras múltiples desdichas colombianas; nos ayudó a entender los rasgos más determinantes de nuestro carácter inacabado, de nuestra tendencia autodestructiva, de nuestras ganas de no ser nada cuando todo indicaba que lo seríamos todo, y también de nuestra invencible capacidad de soñar a pesar de nosotros mismos.

Pero también tocó profundamente las almas de quienes vivieron a flor de piel estos años maravillosos y terribles en otras latitudes, confrontándolos con sus miedos y sus valentías, a través de la vitalidad abrumadora de estos personajes del trópico con quienes a simple vista no tenían nada para compartir.

Por eso, el libro de Úrsula y Melquiades, de Aurelianos y José Arcadios, inundó desde el primer momento el mundo vacilante en el que le tocó nacer. Por eso lo celebramos hoy como un patrimonio definitivo de la tradición occidental.  Y por eso, por su universalidad y su perfección, pensamos en las circunstancias que rodearon su primera publicación hace 50 años, cuando los habitantes del planeta se debatían, como su autor,  entre la ilusión y la desesperanza.

Muchos años después, frente al espejo o la máquina de escribir -que son los artefactos del entendimiento-, Gabriel García Márquez habría de recordar la tarde remota en que una descarriada nevisca le anunció al mundo la llegada del más inolvidable de todos los libros.

Una primera edición de “Cien años de soledad”.
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