El Heraldo
Alejandra Quintero
El Dominical

Luis Ospina vive

En un país desmemoriado, repetir que el fallecido director de cine colombiano sigue merodeando entre nosotros resulta más que un cliché nostálgico. Repaso a una carrera provocadora, experimental e irreverente. 

Luis Ospina no ha muerto. Eso es todo lo que alcanzo a escribir, una y otra vez sobre la  pantalla en blanco, cada vez que intento comenzar este texto. Me cuesta escribir algo más, porque, en el fondo, me cuesta creer que pueda ser cierto. No imagino el cine colombiano sin su presencia. Él es uno de nuestros grandes referentes. Su obra abarca varias décadas y más de 30 títulos y siempre se mantuvo tan joven y disruptivo como en su primer cortometraje. Su irreverencia, su crítica constante a la «oficialidad del cine», su humor ácido y su mirada desenfadada sobre la historia y la vida del país, fueron siempre un norte (o mejor un sur) para pensar, hablar y hacer cine en el país del Sangrado Corazón.

Luis Ospina no ha muerto. No creo ninguna de las historias que se publicaron la semana pasada. Él es una pieza fundamental en la historia del cine en Colombia, e incluso, de América Latina. En cualquier recuento histórico o filmográfico, desde donde se le mire, cómo se le mire, habrá que encontrarse inevitablemente con su nombre, con su obra y con sus constantes esfuerzos para preservar la memoria en un país amnésico. Ospina hizo documental, ficción, experimental, y todo lo que hay en medio. Trabajó en televisión, cine y video. Como si fuera poco, tuvo una revista de cine, un cineclub, un festival de cine, fue miembro del desaparecido Grupo de Cali y del Sindicato de Cineastas Colombianos. Su nombre está por todos lados en la historia audiovisual colombiana y es imposible pensar una cinematografía nacional sin su mirada ácida y certera sobre la realidad. Una mirada que le hizo contrapeso y contraplano a la siempre incipiente industria del cine local.

Luis Ospina no ha muerto. Eso no es posible. Insisto. Ospina es un sobreviviente. Sobrevivió al Grupo de Cali. Sobrevivió a Caicedo y a Mayolo. Sobrevivió al cine experimental de sus años universitarios en Estados Unidos. Sobrevivió a las tentaciones del cine comercial. Sobrevivió al documental militante latinoamericano. Sobrevivió a FOCINE. Sobrevivió a la Cali de los ochentas, que se desmoronaba por la violencia del narcotráfico. Sobrevivió a los críticos de cine. Sobrevivió a todas las crisis nacionales, las económicas, las sociales y las creativas. Sobrevivió a la televisión pública regional. Sobrevivió a la academia y aún, hasta su supuesto final, tuvo las ganas de hacer cine y de vivir del cine. Ahí estuvo siempre, sobreviviendo a este país de locos, de enfermos, de violentos. Ahí estuvo y ahí está.  

Luis Ospina debe andar por ahí con su cámara. Poniendo el ojo donde nadie quiere mirar, escuchando a los que nadie quiere escuchar. Nunca le importó pasar por incomprendido, ni le importaron los duros golpes que en algún momento recibió de  la crítica, las audiencias o el «establecimiento». Nunca se traicionó. Ahí estuvo siempre, con  los excluidos, con los que sobran, con los que hicieron a un lado. Todos miembros de una hermosa y honorable galería de perdedores ilustres. Porque él entendió que los perdedores son siempre más interesantes, son los que tienen las mejores historias y son ellos los que terminan construyendo el agridulce panorama de la realidad nacional. Desde Oiga, vea (1971), su primer corto rodado en Cali, Ospina siempre prefirió estar fuera de esos circuitos «oficiales». Nunca le interesó, nunca le apostó a eso. Su cine fue un cine marginal, lejano, periférico, y cuando para muchos esas etiquetas sonaron ofensivas, él las convirtió en una insignia que lucía con honor, o al menos, con desenfado y sentido del humor. 

 

Imagen de 'Agarrando pueblo'.

Luis Ospina no ha muerto. Y no es tan sencillo como decir que vive en sus películas. Es más que eso. Aunque, claro que vive en sus películas, como todos los artistas viven en su obra. Vive mientras recorre su viejo barrio en el documental Adiós a Cali (1990). Vive cuando lo vemos y escuchamos en Agarrando pueblo (1977) esa obra maestra del cine colombiano que fue redescubierta hace unos años y que, a pesar del tiempo, se mantiene vigente y presente. Vive en sus charlas con Lorenzo Jaramillo y Fernando Vallejo, eternizadas en Nuestra película (1992) y La desazón suprema (2003), respectivamente. Dos documentales donde pone la cámara en artistas como él, salidos del margen, disidentes, que han hecho arte con su vida y de su vida, una obra de arte.

Luis Ospina vive, por supuesto, en esa pieza monumental del cine colombiano que es Todo comenzó por el fin (2015). Alguien capaz de hacer una película como esa no puede simplemente irse de este mundo. Vive allí en esa gran obra que está destinada a volverse un referente en la historia del cine latinoamericano y más allá de eso, un referente en la historia de Colombia. Una película que es un homenaje al cine, a los amigos y al amor al arte. Una cinta que es una explosión de vida desde un lecho de muerte. En una de las dos ocasiones en que lo entrevisté, Ospina menciona que luego de una cinta tan descomunal como esa, «uno siente que ha quedado vacío, que ya lo dijo todo». Pero él y su cine todavía tienen muchas cosas que decir en este país de sordos, de eso no cabe duda.

Luis Ospina no ha muerto. Seguro aparecerá pronto en algún Cineclub de Cali o de Bogotá o entrando a Quiebracanto durante el Festival de Cine de Cartagena. Ahí aparecerá su larga figura en medio de la noche festivalera y uno sentado en alguna banca o haciendo fila, le dirá tímidamente al que esté al lado: «Mira. Ahí va Luis Ospina». Y ahí estará, como completando este performance que es su despedida. Porque hasta el supuesto final nos mantuvo en vilo, sin saber si era realidad o ficción. Como si se tratara de la muerte del mismo Pedro Manrique Figueroa, ese personaje nebuloso que construyó como protagonista de Un tigre de papel (2008). Esa hermosa ficción en clave de documental o documental en clave de ficción que nos mostró que, a pesar de los años, Ospina seguía siendo un transgresor, un outsider, un director que no se encasillaba en géneros, ni entendía de convenciones o fronteras. 

Luis Ospina no ha muerto y perdonen si ya me he tornado un poco repetitivo. Pero a veces en este país desmemoriado, hay que ser repetitivo para que las cosas no se olviden. Hoy, por ejemplo, hay que repetir que Luis Ospina no ha muerto, precisamente porque no hay que dejarlo morir. Ahora más que nunca, no hay que dejarlo morir. Larga vida a Luis Ospina. 

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