
Las grandes firmas que han enriquecido EL HERALDO: Germán Vargas
“Cortázar en Barranquilla” se titula la columna del periodista. Fue publicada en la columna Ventana al mar, en 1983.
Los primeros textos de Julio Cortázar se leyeron en Barranquilla a finales de los cuarenta, o a comienzos de los cincuenta. Eran notas y poemas. Notas acerca de películas. Las publicaban en la revista Sur de Victoria Ocampo. Recuerdo especialmente una sobre Los Olvidados de Luis Buñuel. Como recuerdo un poema dedicado a Masaccio, pintor toscano del siglo XV.
Este hermoso poema termina así:
Frente a los cubos donde templaría esa alborada,
Masaccio oyó decir su nombre.
Se fue, y ya amanecía
Piero della Francesca.
La lectura de esos textos de Cortázar me llevó a sugerir a Jorge Rondón, propietario de la inolvidable Librería Mundo, que trajera los primeros libros de este –ya entonces– «interesante escritor argentino».
Primero fueron los cuentos de Bestiario (1951) que sorprendieron maravillosamente a quienes en esos años buscábamos una narrativa latinoamericana diferente, más real y auténtica precisamente porque era literatura fantástica. Éramos Álvaro Cepeda Samudio, Alfonso Fuenmayor, Gabriel García Márquez y quien firma esta nota un poco nostálgica, y que sigue siendo irremediablemente un lector de cuentos y novelas.
Por cierto que en la primera edición de Todos estábamos a la espera (1954), de Álvaro Cepeda Samudio, en la nota de presentación de estos cuentos iniciales de Cepeda, que integran el más innovador y valioso libro de cuentos escrito en Colombia, hice esta anotación: «…Cepeda Samudio es, como podrá apreciarlo quien lea estos cuentos, un poeta, que es una de las mejores maneras de ser algo: un cuentista, un novelista, por ejemplo. Y es también – condición básica para quien escribe literatura de ficción y realidad– un periodista. Como lo son sus grandes maestros los cuentistas y novelistas norteamericanos. Y algunos de nuestra América, como Julio Cortázar y Felisberto Hernández».
García Márquez contó en alguna parte la extrañeza de Julio Cortázar en París, cuando se conocieron, al comentarle que en una lejana ciudad colombiana, en Barranquilla, había gente que lo había leído con entusiasmo y con admiración. Y que leyeron Bestiario a los pocos meses de su publicación. Cortázar no quería creerlo y decía que en ese entonces no leían ni en la Argentina.
La lectura de Bestiario nos llevó a tratar de retroceder en el conocimiento de la obra de Cortázar.
Hicimos que la librería trajera Los Reyes (1949) y hasta un pequeño libro de sonetos, firmado con el seudónimo de Julio Dénis, de 1941 o algo así.
Por cierto que en esos mismos años de principios de la década del cincuenta, Julio Cortázar estuvo a punto de ganar, sin saberlo y con nombre inventado, un premio a la mejor obra teatral presentada en un concurso regional en Barranquilla.
La historia es esta: creamos un supuesto autor de teatro nacido en la histórica ciudad de Mompox, lo bautizamos Manuel Alemán, un nombre evidentemente momposino. Hicimos imprimir papel de cartas y sobres con su nombre y un amigo de esa ciudad se encargó de portear el sobre y ponerlo al correo desde Mompox. Contenía una copia a máquina de Los Reyes.
Un amigo que hacía parte del jurado en el concurso de obras teatrales nos contó que Los Reyes era «una serie de diálogos sobre el tema del minotauro cretense, en un estilo algo imponente, abstracto, superrefinado, que refleja su afición libresca a la mitología clásica (Luis Harss en Los Nuestros), era el texto más opcionado para ganar el premio».
Y una noche de tragos, Álvaro Cepeda impidió que Cortázar, con seudónimo de Manuel Alemán, ganara el premio a la mejor obra teatral «escrita en la costa norte de Colombia». Le contó el secreto al amigo-jurado. Y el premiado fue otro que ya nadie recuerda.