
La misión inconclusa de Mamá Nancy
Por más de 30 años, Nancy Naar Jaramillo se dedicó a trabajar por los «hijos de menos madre». Hoy, desde su casa en Barrio Abajo, dice que aún tiene fuerzas para darlo todo por el otro y seguir con su misión.
Mientras que en el mundo, las personas tratan de mantenerse alejadas, no salir de casa y evitar estar en contacto con cualquier tipo de virus —especialmente uno con corona—, Mamá Nancy, sentada en una mecedora en la terraza de su casa en Barrio Abajo, recuerda con una sonrisa y los ojos humedecidos el día en que un habitante de calle le tosió en el rostro, hace más de una década.
Para ese entonces, llevaba varios años trabajando con personas sin hogar e internos de las cárceles. Tenía en su regazo a un hombre que no podía respirar debido a la grave enfermedad pulmonar que la vida en la intemperie le había causado. Estaba a las afueras del Hospital Barranquilla y, como se le había vuelto de costumbre, pedía a los médicos que atendieran al hombre moribundo.
Entonces, sintió las gotas en la cara y, en lugar de apresurarse a lavarse con jabón, ponerse un tapabocas o desinfectar todo, Nancy le dio un beso a su «hijo» y pidió con más fuerza a «Papá Dios y a los médicos» que lo salvaran.
«Eso pasaba a menudo. No me importaban sus enfermedades o condiciones, porque yo tenía mi misión y tenía que cumplirla», dice Nancy Esther Naar Jaramillo, la mujer de 75 años que, a punta de trasnochadas, caminatas bajo el sol y trabajo desinteresado, construyó por tres décadas una carrera en el servicio a los demás, con un título que pocos son capaces de portar con tal responsabilidad: mamá.
En esos incontables episodios, cuando finalmente lograba que sus protegidos accedieran a los servicios médicos, Mamá Nancy, como le llamaban, se quedaba a las afueras del centro asistencial esperando a que los galenos le dieran algún reporte sobre el estado de sus «hijos» de la vida.
De ser necesario, esperaba hasta seis horas de cirugía en las que ella no hacía más que orar y llamar a sus contactos en la Gobernación. Luego, regresaba a su casa, se bañaba, dormía un par de horas y, con la luz del día, volvía a salir hacia la Zona Cachacal de Barranquilla para seguir velando por «los menos protegidos».

Según cuenta Nancy Esther, muchos años después, con las manos algo temblorosas y viendo pasar el tiempo en una terraza, la suya era una labor que heredó de sus padres y tíos, quienes sembraron en su corazón la bondad y el servicio a los demás, desde que era una niña.
«Una de las cosas que recuerdo de mi casa es que con nosotros vivía una tía, que ya está en el cielo, y ella todos los días colocaba un plato de comida en la ventana y ese plato desaparecía, no se sabe quién se lo llevaba. Entonces, en ella vi la bondad», cuenta Mamá Nancy.
Escenas como esa no eran extrañas para la joven Nancy. De hecho, Guillermo Naar, su papá, llegó a ser reconocido por los barranquilleros como un héroe para los perros de la calle, pues, según ella cuenta, este con frecuencia salía a caminar desde el sector de la antigua Aduana —sector en el que vivía con su familia— hasta el antiguo almacén Sears, asentado entre la carrera 46 y la calle 53, para rescatar a animales callejeros.
«Él los llevaba a la casa, los bañaba y empolvaba, les daba comida y después se iba con ellos para el mercado a buscarles hogar», cuenta con orgullo Nancy Esther, pues asegura que gracias a él empezó a cultivar un corazón solidario que más adelante la movió a hacer un trabajo social que benefició a miles de hombres y mujeres «desheredados» por la sociedad, a cambio de la simple —y a la vez profunda— satisfacción de servir.
Basuriegos, habitantes de calle, prostitutas, y personas marginadas por la sociedad cuya condición misma les impide ser beneficiarios de programas sociales gubernamentales, se convirtieron en 1978 en el principal motor de vida de Nancy, y su bienestar y reintegración social, su propósito. Ellos fueron testigos de la gran capacidad humana de Nancy, quien se despojó de miedos, vergüenzas, comodidades y privilegios, para servirles. Fue de ellos que recibió lo que hoy, para ella y para gran parte de los barranquilleros, es su nombre.
«No me acuerdo cuando ni tampoco puedo decir con certeza quién me lo dijo por primera vez, lo que sí te digo es que cuando me dijeron Mamá Nancy me alegré, me gustó. Siento que me lo dijo una persona que necesitaba que yo lo escuchara», asegura.
Libertad y felicidad tras las rejas
Si bien no tiene clara la fecha, ni cómo iba vestida o los detalles de lo que ocurrió aquel día, Mamá Nancy recuerda muy bien lo que sintió el primer día que fue a una cárcel. Su afán brindar ayuda la llevó a la Cárcel Modelo de Barranquilla para visitar «a unos vecinos de Barrio Abajo que estaban detenidos».
Fue un domingo, a principio de la década de los 80. Estaba en la plenitud de sus 30 y una joven Mamá Nancy estaba por acoger a otros cientos de hijos. Aquel día, en el penitenciario se realizó una misa en la que ella, por iniciativa propia, entonó un par de canciones tratando de dar aliento a los hombres que, según recuerda, había hallado tristes y desanimados.
«Sentí mucho dolor al verlos de esa manera, así que entré a la misa y canté. A ellos les gustó ese acompañamiento y me dijeron, ay, que fuera, que los visitara todos los domingos. Yo empecé a ir y a participar en las programaciones y eventos, y descubrí que hay mucha gente buena allá. Los quería mucho y me hacía feliz poder brindarles ese amor que no tenían», recuerda Mamá Nancy.
En 1983, las visitas esporádicas a la cárcel se convirtieron en un trabajo diario. Nancy alcanzaba a visitar las cinco cárceles del Atlántico llevando amor, cuidado y, sobretodo, interés por las necesidades de los internos y sus familias.
«Yo trabajaba en la Gobernación y trataba de conseguir proyectos para ellos, por ejemplo, veía que los baños no estaban en buenas condiciones y la Gobernación me apoyaba cambiando las baterías sanitarias. En un momento, quería que las señoras de ellos laboraran porque ellos están encerrados allá sin un peso. Si en este instante uno de sus hijos se cae y se rompe su frentecita, esa mujer está sin un peso y ¿cómo va a llamar a ese hombre para decirle eso y angustiarlo? Por eso se consiguió un proyecto de elaboración de fritos para las esposas de los presos. Eso fue una bendición», relata.
Aquella mujer trabajadora no solo cumplía con sus labores como funcionaria pública en la secretaría de Oficina de Convivencia y Seguridad Ciudadana, sino que se esperaba porque los internos carcelarios «estuvieran felices y se distrajeran».
«Cuando iba a las cárceles, mis enseñanzas eran con música, con alegría. Entonces, el día que se terminó el taller de música bailamos y un interno me dijo con una sonrisa:
‹Mamá Nancy, mire, un cachaco bailando cumbia›. Eso para mí fue una alegría inmensa».
Era, sin duda alguna, un trabajo agotador en el que terminaba por llevar sobre sus hombros las cargas de aquellas familias, invirtiendo tiempo, esfuerzo y lágrimas, pero sobre todo, invirtiendo amor, mucho amor por los demás.
Sentí mucho dolor al verlos de esa manera, así que entré a la misa y canté. A ellos les gustó ese acompañamiento y me dijeron, ay, que fuera, que los visitara todos los domingos. Yo empecé a ir y a participar en las programaciones y eventos, y descubrí que hay mucha gente buena allá»
«Eso, lejos de angustiarme, me fortalecía mucho porque estaba dando cariño y alegría a ellos (los presos). Los internos merecen respeto, no todos son culpables, en las cárceles hay inocentes», dice hoy la mujer que por 30 años se mantuvo incansable en su servicio.
Hoy, la septuagenaria ya no puede visitar las cárceles de Barranquilla y el Atlántico, pero asegura que si corazón sigue con ellos y que en estos momentos, más que nunca, desea que siga habiendo personas que se esfuercen por brindarle así sea un ápice de solidaridad y compasión, pues para ella, los presos no solo son personas, sino que son merecedores de bondad. De hecho, desde la tranquilidad de su hogar, se mantiene atenta a lo que ocurre al interior de los centros carcelarios y se alegra de que, por ejemplo, en tiempos de aislamientos preventivos y suspensiones de visitas, los internos hayan asumido con tranquilidad la lucha contra la expansión del coronavirus.
«Yo los pienso diariamente a ellos, están entre mis preocupaciones permanentes. Hace tres años y medio que no visito una cárcel, pero en mi mente y corazón voy todos los días», asegura.
Servir, su misión
Según Mamá Nancy, además de la herencia de solidaridad de sus antepasados, lo que la mueve a trabajar por los demás es la certeza de que tiene una misión: «servirle a Dios, con la gente, a cambio de nada».
«Yo esa misión la tengo desde pequeña. Es algo que nació conmigo y fui descubriendo conforme cómo iba creciendo —confiesa—. Para mí, servir es proteger al indefenso, pero no pechicharlo, sino tratándolos como personas buenas, porque lo son, y mostrándoles que pueden superarse, que pueden y merecen estar bien».
Esto la ha llevado no solo a trabajar por la salud y el bienestar físico y espiritual de los «hijos de menos madre», también la ha movido a implementar proyectos personales que se han convertido en ejemplo nacional de cuidado al otro. Tal es el caso de la ‹Línea de la Ternura›, un proyecto que inició ante la preocupación por los frecuentes suicidios que se registraban en Barranquilla, sobretodo ejecutados en el antiguo edificio Telecom, donde hoy funciona el Centro de Servicios Judiciales.
Mamá Nancy, decidida a evitar que siguiera habiendo «muertes por tristeza», empezó a ayudar, por teléfono, a personas cuyos problemas económicos, de salud, falta de empleo o comida e inestabilidad familiar les hicieran querer terminar con sus vidas.
La voz se corrió y, en 1998, Nancy Esther hizo público su número de teléfono para convertirse en apoyo emocional —y hasta guía espiritual— de quienes, dice, «creían equivocadamente que lo suyo era lo peor».
Con el tiempo, la edad y la escasez de recursos económicos, Mamá Nancy ha ido menguando en su labor. Extraña ir a la cárcel, ya no puede salir a las calles para ayudar a quienes padecen afecciones de salud en las calles y, «tristemente», se quedó sin teléfono fijo. Sin embargo, hoy, tras más de 30 años de trabajo desinteresado por su prójimo, esta mujer de mucho tesón, está convencida de que su misión no ha terminado.
«Yo me siento con fuerza y ánimos para seguir en una tarea que tiene que ver con los más desprotegidos, pero no tengo herramientas de trabajo, entonces ¿qué voy a hacer? Nada. Mi misión no ha terminado y eso es lo que yo le digo a Dios, que me ha dejado por la mitad», dice con determinación, asegurando que aún contesta algunas llamadas en su celular con un dulce «Hola, hijito», sin siquiera mirar quién la está llamando.
Para ella, el impedimento para seguir trabajando no nos las siete décadas de vida que tiene a sus espaldas, sino la falta de herramientas y de personas dispuestas a llevar una estilo de vida centrado en la solidaridad y el servicio. Si bien, afirma, ha buscado personas que continúen su trabajo, ha sido difícil, pues para hacerlo como ella «hay que tener mucho amor por la gente».
«No voy a decir que soy la mejor, pero sí sé que Dios me dio una misión y él me da las fuerzas para que yo la continúe».