El Heraldo
El reconocido periodista y escritor costeño Juan Gossaín. Archivo El Heraldo
El Dominical

Juan Gossaín, el narrador que “era puro cine”

De cómo Gossaín pasó de ser ese escritor inexperto al periodista curtido en Barranquilla. Apartes del libro ‹Juan, el hijo de Juan›, que se presenta el próximo 2 de febrero en la Feria Internacional del Libro de Bogotá.

Cuando Juan Gossaín llegó a Barranquilla, la ciudad tenía una población cercana a los 625.000 habitantes, buena parte de los cuales se habían instalado en la ciudad atraídos por su condición de zona industrial o asqueados por la violencia de las zonas rurales de Colombia y de otras latitudes. 

El censo del Dane de 1973 revelaba que el 43% de esa población era inmigrante y que el crecimiento poblacional superaba la dinámica industrial, de manera que colateralmente se acentuaba en la vida urbana una gran descomposición social. 

EL HERALDO se hacía entonces en el viejo e inolvidable caserón de la Calle Real, rodeado de vendedores de ropa en el suelo, carritos de guarapo de tamarindo, bares y pensiones de mala muerte.

Por las páginas del periódico empezaron a desfilar, entonces, con la firma o anuencia de su nuevo jefe de redacción, escritos noticiosos que eran los más recurrentes; notas volanderas, reportajes profundos y crónicas formidables que, según el periodista Juan B. Fernández, «el público devoraba cada día con mayor interés y entusiasmo».

Lo que en verdad estaba ocurriendo era el tránsito del escritor inexperto al periodista curtido, para confirmar una sentencia que había hecho el maestro José Salgar: «En EL HERALDO Juan Gossain se hizo realmente periodista».

Ahora le interesaban los asaltos, el despilfarro de los dineros públicos, historias que tuvieran que ver con la gente.

Cuenta Fernández que «Juan se quedaba a cubrir las noticias hasta las últimas horas de la noche, porque él es un desvelado por la realidad, y se dedicaba constantemente a escuchar la radio y revisar los despachos que recibía a través de los teletipos». 

De hecho, su labor como periodista no terminaba cuando salía de la sede del diario. A esa hora comenzaba otra jornada vital en su rol de reportero en «ese tertuliadero fantástico, que era el restaurante Mediterráneo, en la calle 72, y se quedaba hasta las tres de la madrugada, con varios amigotes, analizando y discutiendo la realidad». 

En aquella tertulia se aparecían periodistas, políticos, intelectuales, todos con alguna visión de ciudad o con un dato que no todos conocían, de manera que Juan no solo era el periodista mejor informado sino el que mejores contextos tenía.

De allí salió la primicia mundial de EL HERALDO sobre la muerte del papa Juan Pablo I, como lo relata Juan B.: «Muchos periodistas creyeron que se trataba de una noticia atrasada, porque el Cardenal de Venecia Albino Luciani llevaba apenas 33 días en el Vaticano, tras la muerte de Pablo VI. Gossaín, más astuto que ellos, se dio cuenta enseguida de que era el nuevo Pontífice, dio un salto desde la tertulia en la que se encontraba y voló al periódico donde preparó una edición extraordinaria que chivió a todos los periódicos, hasta el punto de que hubo agencias de noticias que despidieron al personal de turno por no dar esta tan importante».

Los colegas de la época lo recuerdan como un hombre sensible, que miraba más allá de las situaciones simples y las verdades más básicas. Fernández cree que captó muy bien el legado del periodismo literario norteamericano, que por esa época inauguraba la llamada «novela real» e influenciaba a los intelectuales barranquilleros. Como Truman Capote lo hizo con A sangre fría, el relato de la masacre de una familia en Holcomb, Kansas, Gossaín captaba y narraba la realidad «en forma sensacional, sin elucubraciones ni poesía retórica». Pues mientras los demás hacían fotografías, él «era puro cine» en sus relatos.

 

Una tarde –le contó a la revista Aguaita– «Mi compañero Manuel Gaspar Pérez, que se encargaba de la información de Policía, me invitó para que fuéramos de parranda a su pueblo, Santo Tomás, la famosa tierra de penitentes y flagelantes en el Atlántico… Un muchacho del vecindario, rubio y apolíneo, con el cabello largo y ensortijado, como un dios de la antigüedad, se ganaba la vida revendiendo la lotería en el pueblo. Lo llamaban el Mono de Sagal, en alusión al nombre de su padre. Todas las semanas, el Mono de Sagal iba a Barranquilla y compraba, en las oficinas de la Lotería del Atlántico, unos billetes para revenderlos en Santo Tomás, que por razones de orden y contabilidad no venían dispersos ni en números variados, sino por decena completa: del 10 al 20, por ejemplo, o del 40 al 50, incluyendo en el mismo método los billetes para el chance de tres cifras y el de dos, que existían en esa época. 

De modo que el día que pasó lo que pasó, el Mono de Sagal compró sus billetes por decenas sucesivas. Todavía hoy lo recuerdo perfectamente: le dieron para la lotería propiamente dicha, la decena del número 4070 al 4079; su decena para el chance de tres cifras con los números correspondientes (del 070 al 079) y para el chance de dos cifras recibió del 70 al 79.  

Ese viernes, en el bus de las dos de la tarde, regresó al pueblo, dispuesto a vender su lotería, como todas las semanas. Pero ni bien había llegado cuando le contaron que su mujer, a la que parece que no le daba buena vida, se había fugado con los dos hijos, aprovechando la ausencia del marido. Desesperado y sin haber ido siquiera a su casa, ahí mismo, el Mono de Sagal se echó la lotería al bolsillo, agarró otro bus y se fue para Calamar, donde vivía su suegra. Llegó de noche y le contaron que su mujer estuvo por esos lados, pero ya se había ido para Magangué. En la madrugada se embarcó en una chalupa. Tampoco encontró a su mujer porque ya estaba en la casa de unos tíos que vivían en Guaranda, Sucre. De esa forma, viajando de aquí para allá, se le pasaron los días. Hasta que el miércoles, desconsolado, muerto de hambre y sin mujer, volvió a Barranquilla y se bajó del bus en la vieja estación de La Nevada. 

En un ventorrillo pidió una empanada y una gaseosa. Eran las ocho de la noche. La empanada estaba fría y la gaseosa caliente, me dijo después el Mono de Sagal, cuando pasó lo que pasó. En el radio de la tienda oyó que en ese momento estaba jugando el sorteo de la Lotería del Atlántico. Solo entonces recordó que tenía los billetes intactos en el bolsillo, y sintió ganas de llorar, porque, por andar buscando a una mujer ingrata, no había tenido tiempo de vender ni una fracción. Estaba en bancarrota. La empanada se le atravesó en la garganta cuando el locutor anunció el número ganador: 4076.

Como tenía en su poder todas las decenas, el Mono de Sagal se ganó la lotería completa: el premio mayor, 4076; el chance de tres cifras, 076; el chance de dos cifras, 76; el premio anterior al mayor, 4075; el premio posterior al mayor, 4077; las dos primeras cifras, con el 40, y las dos últimas, con el 76. Como si fuera poco el Mono de Sagal se ganó también las tres primeras cifras y las tres últimas. No dejó nada para nadie. 

Aquel sábado, cuando Manuel y yo llegamos a Santo Tomás, el Mono de Sagal tenía al pueblo por su cuenta. Él iba a la cabeza del tumulto callejero, seguido por la muchedumbre, un camión cargado con cajas de ron, tres conjuntos vallenatos, dos bandas de músicos y mujeres que repartían sancochos y pasteles de gallina. A su lado iba, naturalmente, sonriendo y con la mano en alto, su mujer con los dos hijos. 

Me emborraché con el Mono de Sagal, bailé porro en la mitad de la calle y escribí mi crónica para EL HERALDO, con el título de ‹El lotero se ganó todos los premios porque su mujer lo había abandonado›, y recuerdo que estuvimos reimprimiendo periódicos hasta las once de la mañana. 

Desde ese día tan lejano vivo pensando que se equivocan quienes creen que la imaginación es la loca de la casa. La verdadera loca es la realidad. Y para que vean que la realidad no tiene límites y es capaz de superarse a sí misma, déjeme terminar con este epílogo griego: la historia del Mono de Sagal ocurrió hace más de veinte años. El otro día, de paso por Barranquilla, me tropecé con Manuel Gaspar Pérez, el periodista que me había llevado a Santo Tomás, y le pregunté por la vida del Mono de Sagal. Se arruinó –me dijo–. Botó toda la plata en parrandas. –¿Y a qué se dedica? Le pregunté. Manuel Gaspar me miró a los ojos, profundamente, y me contestó: –se gana la vida vendiendo lotería». 

* Director del programa de Comunicación Social y Periodismo de la Universidad del Norte/ Profesor de la Universidad Tadeo Lozano. 

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