El Heraldo
La ‹Gioconda›, de Leonardo da Vinci, una de las pinturas más famosas del mundo. MUSEO DEL LOUVRE
El Dominical

500 años de Da Vinci: ¡Es una Mona Lisa!

Durante siglos se ha creído que la obra de arte más célebre de Da Vinci fue inspirada en Lisa Gherardini, una teoría que aún se desafía. Este 2 de mayo se conmemoran 500 años de la muerte de este genio renacentista.  

Retratada al óleo con sus manos cruzadas, en la quieta perplejidad de una enigmática sonrisa, su ondulada cabellera suelta sobre los hombros y vestida con la ostentación de aquellos días, en una pequeña tabla de acaso 75 por 50 centímetros, se condensa el personaje que acumula los más altos precios que haya logrado alguna obra de arte en la historia.

Se sabe que el muy célebre pintor italiano Leonardo da Vinci (1452-1519) —uno de los más grandes artistas de todos los tiempos, sin discusión alguna— por allá en 1503 empezó a pintar a Lisa Gherardini, mujer de Francesco del Giocondo, en una época en que el artista estaba en el apogeo de su fama, y la dinastía de los Medicci había hecho de Florencia un centro artístico y de comercio de grandes ponderaciones, algunos llegan a afirmar que era el más importante en todo el mundo. Desde entonces críticos de notable discernimiento, escritores talentosos, investigadores y científicos, en escritos minuciosos han formulado sobre esta obra maestra las más diversas hipótesis acerca de su origen y de los ingredientes que se acumularon para otorgarle el gran valor presente que tiene para la pintura universal.

Que Mona Lisa es el esplendor de la armonía, o que es la fuerza misma del arte, se ha dicho para poner puntales al lustroso linaje que desde su cuna arrastra esta noble florentina. Sin embargo, su abundante presencia iconográfica, acicateada por los artistas de todas las épocas, es atribuida a esa estatura común que exhibe en las revistas más concurridas, lo que le define relaciones de parentela con los más disímiles personajes y las más diversas situaciones. No obstante, el argumento perentorio que de mejor manera ha afianzado su viva popularidad es el imperfecto acabado de su sonrisa, paradoja que se basa, por quienes así lo conjeturan, en el hecho de que Da Vinci hubiera invertido casi cuatro años en la ejecución del cuadro ante la arrobadora presencia de su modelo y que, por haberse enamorado de ella o por cualquier otra circunstancia que para este caso poco importa, se negó a entregar una vez finalizada la obra al esposo contratista. Diez años más tarde el autor la vendería al gran mecenas de los artistas del Renacimiento, el rey Francisco I de Francia. En adelante se desarrollaría un accidentado recorrido en que se le endilgaron a la modelo defectos ocultos, enfermedades astrosas, taras de familia e, inclusive, múltiples suplantaciones. En efecto, hay quienes –como el poeta Enea Irpimo, con el respaldo histórico de André Malraux– aseguran que Mona Lisa y La Gioconda son personas diferentes. Aquel vate, parmesano de domicilio y conocedor de la obra original, atribuyó el rol protagónico a Constanza Dávalos, duquesa de Francavilla. Así mismo, se asevera que la auténtica modelo, escondida bajo el terso velo de su viudez, era la esposa de Juliano de Médicis. Y, en el colmo del paroxismo, se ha conjeturado que no era tal fémina sino el marqués de Pescara, un atractivo jovenzuelo con quien Leonardo ilustró sus representaciones de Baco y de Juan el Bautista en obras de menor celebridad.

La obra consignada en el Louvre no escapa a las especulaciones acerca de su autenticidad. Es de público conocimiento que en el otoño parisino de 1955 fueron exhibidas trece falsificaciones de diversa procedencia, algunas de las cuales tan «perfectas» que fueron adquiridas por algunos museos que, ostentosos, las exhiben a manera de copias, tales son los casos de El Prado, el de Baltimore, el de Tours y el de Oslo. Una obra gemela es Ginebra de Beinci, realizada también por Da Vinci, al temple y óleo sobre una tabla de madera, de apenas 39 cm de alto y 37 cm de ancho a la que especialistas en esta materia le atribuyen ser la pieza de arte más costosa del mundo. Fue adquirida por la National Gallery of Art de Washington en 1967 a la Casa Real de Liechtenstein.

Capítulo aparte merece la versión que ha hecho carrera a partir del robo que perpetrara Vincenzo Peruggia en 1911. Este, un aprendiz de pintor, la tomó subrepticiamente del Louvre manteniéndola suya por algo más de dos años. —«Devolvió una copia perfecta», —dicen las malas lenguas, basadas en el hecho de que durante ese lapso por lo menos seis coleccionistas norteamericanos orgullosos de poseer la obra original las adquirieron en el mercado clandestino. Todos ellos, según estas fuentes, exhiben el tesoro del Renacimiento en sus aposentos.

A estas alturas del nuevo siglo nadie podría discutir su carácter de producto masivo y de consumo universal. La imagen de Mona Lisa ha sido reproducida y popularizada en todo el planeta Tierra, llamando la atención de los compulsivos coleccionistas que en todas partes se encuentran. En materia de música también hay una gran vertiente adoratriz desde 1876, cuando Verdi estrenó en Milán aquella ópera que bautizó con uno de los nominativos de mayor apetencia: La Gioconda. Por su parte, cuando transcurría el año 1948, en Londres, Aldous Huxley autor de Un mundo feliz, hizo la escenificación musical de La sonrisa de Mona Lisa. A mediados del siglo pasado, Nat King Cole vendió en Estados Unidos la cifra récord de 5 millones de discos de su grabación La Mona Lisa, y la voz contemporánea de Luciano Pavarotti popularizó su propia versión de La Gioconda. Obviamente, no vamos a incurrir aquí en el despropósito de la comparación, pero no podemos evitar hacer el respectivo registro de la existencia de un canto del malogrado Diomedes Díaz quien, en ritmo de vallenato, aludió a este enigmático personaje en su canción Rayito de amor, también conocida como La Mona Lisa.

El simbolismo, elaborado con paciencia de orfebre alrededor de esta imagen enigmática que brilla en su propia constelación fulgurante, ha repercutido como oleaje de mar sin calma para que dibujantes y pintores de todos los tiempos conviertan este signo distintivo en un gran pasatiempo, recreándola en poses tan fascinantes como asombrosas, renovando la complejidad de su célebre sonrisa y multiplicando, de esta manera, la importancia que se le atribuye. No podríamos, en consecuencia, asegurar con certeza cuál de sus recreaciones imitativas ha logrado mayor celebridad. Pero sí podríamos aventurar que el símbolo del campeonato mundial de fútbol celebrado en Italia, en 1990, borró cualquier otra estadística acerca del grado de difusión al incorporar un balón a la imagen que, celosamente guardada, reposa en el Louvre de París, y que el Diez Maradona –el Dios Maradona, por si hay quien lo prefiera– en una de sus clásicas poses de iconoclasta, la redujo a su condición doméstica para beneficio de su propia representación. Y, como es susceptible de presumir, hay varias versiones locales, siendo tal vez la más afortunada la que realizó el fotógrafo Fernando Mercado teniendo como modelo a nuestra primera actriz Viridiana Molinares, en los días en que ella asumía su rol de Frida Khalo para un performance de muy grata recordación. ¡Esa sí que es una Mona Lisa!

* Escritor, investigador cultural y periodista.

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