Mucho se ha escrito estos días sobre las protestas de los ‘chalecos amarillos’, un movimiento que irrumpió de manera aparentemente espontánea para defender el Estado de bienestar francés frente a los recortes que viene sufriendo.
Tal como han destacado los analistas, se trata de un movimiento sin líderes u orientación política concreta, en el que confluyen personas de las ideologías más diversas. Pero todas tienen un denominador común: están padeciendo en carne propia los rigores de la destrucción progresiva de un orden social y económico que hasta hace bien poco garantizaba a los ciudadanos una vida relativamente estable, en la que podían diseñar con elementos fiables de cálculo proyectos familiares o personales.
Del mismo modo en que Stefan Zweig plasmó en ‘El mundo de ayer’ su dolor y zozobra por la desmembración del imperio austro-húngaro, que él tenía por pilar de estabilidad y modelo de civilización, muchos franceses y europeos están angustiados por la erosión del mundo que han conocido y que les ha proporcionado tranquilidad material y emocional.
Ese mundo empezó a alterarse a raíz de la nueva realidad surgida tras la caída del Muro de Berlín y la consagración de la globalización económica como doctrina prácticamente incuestionable. El resultado es una expansión arrolladora del capitalismo, lo cual en sí mismo podría tener un efecto positivo de transformación mundial, pero que, por carecer tanto de una gobernanza internacional respetada por todos como de mecanismos de equilibrio, está dejando muchas víctimas en el camino.
Esto es lo que subyace en las perturbaciones actuales. Y donde más se están sintiendo sus efectos es, precisamente, donde el Estado de Bienestar ha alcanzado el mayor desarrollo: en Europa. Y, muy particularmente, en Francia. Pero también se están presentando en otras latitudes: seguramente explica en buena medida la eclosión de los Indignados en España y, en el otro extremo ideológico, el triunfo de Trump en EEUU. Uno de los grandes riesgos de este escenario es que el comprensible malestar sea aprovechado por demagogos y populistas de cualquier signo.
Realmente, no estamos ante un fenómeno nuevo: ya a mediados de los 90, también en Francia, un líder agrario, José Bové, bastante conservador por cierto, lideró el primer estallido antiglobalización por el impacto que estaba teniendo en el campo francés, pese a las enormes subvenciones que recibía, y aún recibe, del Estado.
Creemos que la globalización, además de imparable, es positiva para el desarrollo de los pueblos. Pero los líderes mundiales están en mora de construir en torno a ella estructuras potentes que permitan expandir sus beneficios al conjunto de las sociedades.
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