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El Editorial | Vivir al límite de lo tolerable

Día tras día, la emergencia sanitaria mina la salud mental y el bienestar social de personas que, con o sin antecedentes de enfermedades sicológicas, padecen serios trastornos de depresión, ansiedad o estrés postraumático.

Vivimos con ansiedad, tristeza y miedo. Sobre todo, miedo. Un temor recurrente a sufrir pérdidas: las irreparables por cuenta de los fallecimientos de los seres más amados, amigos o compañeros del trabajo. También pérdidas en la calidad de vida por el encierro autoimpuesto u obligado o por las renuncias asumidas de golpe, sin anestesia, a entrañables momentos familiares o reconfortantes actividades sociales, académicas o  profesionales, hoy aplazados de manera indefinida.

En el listado, tan extenso como la infausta pandemia, se cuelan por supuesto las pérdidas laborales o de ingresos económicos que desvelan a familias enteras; y las físicas: del olfato o el gusto, secuelas de haber adquirido alguna vez el virus que como huésped mañoso se niega a marcharse. Acumulación de pérdidas que cada vez resulta más dura de soportar en medio de los evidentes retrocesos en el control de la pandemia que acrecientan la incertidumbre sobre el final de tan mayúscula zozobra.

Investigadores hablan de los efectos de implacables fatigas del orden sicológico y emocional, y las anticipan como una nueva ola que habría que enfrentar cuando los brotes del virus dejen de ir y venir como tsunamis que arrasan países y asuelan continentes. Se equivocan. Esa ola, incluso más catastrófica que cualquier otra desatada por el SARS-CoV-2, ya está aquí. Basta mirar alrededor para reconocer que se vive al límite de lo tolerable soportando una crisis de soledad, desánimo, pesimismo y aflicción frente a la que desafortunadamente no hay vacuna.

Día tras día, la emergencia sanitaria mina la salud mental y el bienestar social de personas que, con o sin antecedentes de enfermedades sicológicas, padecen serios trastornos de depresión, ansiedad o estrés postraumático. Buena parte de ellas son profesionales de la salud de la primera línea sometidos a jornadas extenuantes, sobrecarga laboral, cansancio emocional y hasta dilemas éticos insalvables como el del último ventilador. Una realidad desconsoladora que traspasa los centros asistenciales saturados por la creciente demanda de pacientes y alcanza sus vidas personales y familiares, sin permitirles que reciban ‘primeros auxilios’ psicológicos u orientación profesional oportuna. Rara vez se piensa en quienes se les va la vida por salvar las de los demás.

Como ellos, quienes hoy demandan atención especializada por sus afectaciones mentales no tienen muchas más opciones que ponerse en la cola de un sistema sanitario colapsado por brindar una respuesta prioritaria a los enfermos covid. Su vida depende de ello y así debe ser, pero ¿qué pasa con los desequilibrios emocionales que se siguen acumulando en el interior de niños, adolescentes y adultos, especialmente los de mayor edad, que sufren en silencio por duelos aún no superados, miedo al contagio, una profunda soledad, encierros extendidos, irresolubles problemas económicos, episodios de violencia intrafamiliar o  abusos sexuales? En este tiempo tan desafiante que no discrimina edad, género ni condición socioeconómica la procesión sí que va por dentro.  

Los desgarradores testimonios de personas sobrepasadas por las tribulaciones, revelados hoy por EL HERALDO, convocan a una reflexión individual y colectiva sobre el malestar sofocante que invade a tantos, cercanos o no, que dicen sentirse sin esperanzas, agotados o simplemente tristes.  A más muertes, más depresión; a más desempleo, más angustia. Las consecuencias de esta triple crisis sanitaria, económica y social, así como su impacto sicológico no desaparecerán tan rápido como muchos desean. No existe inmunidad de rebaño que nos devuelva a una vida en la que se disipen de golpe los efectos de este período funesto.

La pandemia deterioró aún más la frágil estabilidad mental de una sociedad sacudida por desigualdades sociales y distintos tipos de violencia, un reflejo de lo que somos y vivimos socialmente, y puso un listón muy alto para nuestros líderes que no deberían concebir la recuperación poscovid solo en términos sanitarios o económicos. Si los ciudadanos no tienen acceso a asistencia sicológica o ayuda profesional para superar sus problemas mentales, el precio a pagar será incalculable como resultado de vidas rotas y un clima social explosivo. Que el día a día no les duela a más personas.

 

 

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