El Editorial | El racismo, una herida abierta
El racismo sigue siendo una preocupación global. Las crisis migratorias están aumentando los episodios de discriminación e intolerancia que dañan, especialmente, a mujeres y niños. Abordar esta realidad requiere esfuerzos gubernamentales y un compromiso moral de la sociedad.
La lucha contra el racismo, la intolerancia y la discriminación continúa siendo uno de los desafíos más apremiantes de las sociedades democráticas. El vigésimo aniversario de la Declaración y Programa de Acción de Durban, un documento integral que propone medidas concretas contra estos fenómenos, o la conmemoración, por primera vez, del Día Internacional de los Afrodescendientes, hace unas semanas, fueron ocasiones propicias para revalidar el poderoso mensaje de la igualdad, la justicia y el cambio social sin violencia, bajo la premisa irrenunciable de que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos. Es oprobioso que, aún en la actualidad, el peso de la historia soportado en el brutal legado del esclavismo siga oprimiendo a esta comunidad, al punto de someterla al abismo de una vida marcada por la exclusión y la violencia racial. O lo que es lo mismo, a un intolerable sufrimiento intergeneracional que debe avergonzar a la humanidad por la gravedad de esta herida abierta.
Mientras en Nueva York, líderes del mundo, en la Asamblea General de la ONU, discutían mecanismos para combatir el racismo, la discriminación, la xenofobia y otras formas conexas de intolerancia, hechos de violencia se ensañaban contra población migrante. En el primer caso, agentes de la Patrulla Fronteriza a caballo persiguieron a haitianos solicitantes de asilo que intentaban cruzar el río Grande, para acceder a Estados Unidos. En las dolorosas imágenes, calificadas como “horribles” por la Casa Blanca, se ve a los uniformados usando fustas y bridas para cerrarles el paso a estas personas, algunas de las cuales llevaban bebés en brazos. En el segundo episodio, no menos grave, una marcha en la ciudad chilena de Iquique derivó en actos vandálicos protagonizados por un grupo de ciudadanos que quemó, a plena luz del día, las pertenencias de migrantes venezolanos. Casi a la vuelta de la esquina, en la frontera noroeste de Colombia, cerca de 20 mil haitianos se hacinan en improvisados campamentos, mientras esperan una oportunidad para dar el salto a Panamá, a través del Tapón del Darién –la selva que ‘traga’ humanos–, y de ahí a Estados Unidos. Un peligroso peregrinaje a pie en el que deberán soportar espantosos abusos y vejámenes, en especial las mujeres, hasta culminar su odisea. Desafortunadamente, estas crisis migratorias, caldo de cultivo de inaceptables violencias, poco o nada parecen importar a la comunidad internacional que se limita a expresar estupor e indignación, sin abordar salidas de fondo.
La pandemia de covid-19 agudizó el convulso escenario de las desigualdades raciales en el mundo, provocando una mayor reducción en el ejercicio de los derechos y garantías fundamentales de afrodescendientes y migrantes, impactados no solo en su salud, también en la desmejora de sus condiciones de vida por el incremento de sus ya dramáticos niveles de pobreza, marginación y acceso a servicios básicos. Sus condiciones infrahumanas exigen una mirada diferencial para desnudar el silencioso y arraigado racismo escondido detrás de esta problemática, pero sobre todo para encontrar caminos que aseguren entornos de respeto, igualdad y justicia. Garantizarlos puede cambiar la historia futura de menores de edad discriminados únicamente por el color de su piel o sitio de procedencia.
Está en nuestras manos sumarnos a la inconclusa lucha por los derechos y la dignidad humana de los más vulnerables, erradicando de nuestro día a día comportamientos racistas que justifiquen actos discriminatorios contra los demás. Compensar o hacer verdadera justicia a las víctimas de prejuicios, señalamientos o actos de intolerancia por motivos de raza, sexo, idioma o religión no es tarea fácil. Pero nadie debería renunciar a intentar aliviar el dolor de quienes lo padecen a diario. Las palabras de Madiba, como era conocido el expresidente de Sudáfrica Nelson Mandela, el incombustible defensor de la libertad, siguen siendo un llamado a la acción para eliminar la mancha del racismo de entre nosotros: “Negar a las personas sus derechos humanos es desafiar su propia humanidad”. Que nadie pase por alto que el racismo degrada tanto al perpetrador como a la víctima.
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