Millones de venezolanos le han dado al mundo una lección de bravura, esta semana. Primero, acudiendo a las urnas para desalojar del Palacio de Miraflores al represivo, autoritario y tiránico régimen del madurismo-chavismo, que completa un cuarto de siglo atornillado en el poder. Lo que en otros países es un derecho fundamental de los ciudadanos, en la patria del Libertador Bolívar resulta una prerrogativa que con mezquino interés concede el Consejo Nacional Electoral (CNE), órgano del resorte del Ejecutivo, a quienes garanticen la continuidad de su pretendida revolución. Por eso, restringir el voto a los migrantes fue parte de su burda estrategia de trampa.
Segundo, movilizándose con actitud decidida, corajuda, por casi toda la nación para expresar su enérgico rechazo e indignación al deshonesto e inmoral fraude orquestado por el amañado sistema electoral que no encontró opción distinta a la de la artimaña para poder proclamar la ficticia victoria del autócrata Nicolás Maduro. Ante la incontestable evidencia del triunfo del candidato opositor, Edmundo González, cantada por las urnas, el CNE –in extremis, presionado por los hechos, se sacó de la chistera unas cuentas alegres, sin sentido, que no ha tenido cómo sustentar. Nada más cierto que la mentira, y esta sí que es la madre de todas, tiene patas cortas.
Como en anteriores ciclos de la declarada revolución armada de militares y pueblo, justo en ese orden, instaurada por Hugo Chávez e intensificada por su heredero, el ansia de libertad de los manifestantes se estrelló contra la implacable “violencia desplegada por cuerpos de seguridad y grupos de civiles armados que apoyan al Gobierno, conocidos como colectivos”. No es una frase de cajón, sino una denuncia de la Misión Internacional Independiente de la ONU para Venezuela, a la que se suman otros organismos defensores de derechos humanos, que pone el acento en “la reactivación acelerada de la maquinaria represiva que nunca fue desmantelada y ahora es utilizada para socavar las libertades públicas de los ciudadanos” que protestan contra el fraude.
Señal inequívoca del carácter plenamente autoritario del régimen de Venezuela al que tras su alteración fraudulenta del resultado electoral a su favor se le cayó la careta definitivamente, si es que alguien todavía creía en su buena intención de celebrar comicios justos, libres y garantistas, en los que aceptarían la derrota y accederían a traspasar el poder, en caso de perder. Ni lo uno ni lo otro. Ha quedado claro que los comicios, punto clave de los acuerdos de Barbados, fueron tan solo un contentillo para la oposición y la comunidad internacional. Una jugada maestra.
Pero como hasta el mejor cazador se le va la liebre, el demoledor informe de los observadores del Centro Carter, otrora ponderados por el mismo régimen, ahora unos “desnaturalizados”, no dejó dudas sobre la elección del 28J: “No se adecuó a parámetros y estándares internacionales de integridad electoral y no puede ser considerada democrática”. Punto. A su juicio, que el CNE no anunciara los resultados desglosados fue una “grave violación de los principios electorales”. Su crudo análisis responde al clamor de tantos, que se sienten engañados y, ahora, violentados.
Hace justicia también a los insistentes reclamos de garantías durante un proceso parcializado, ventajoso, en detrimento de actores políticos, organizaciones civiles y medios de comunicación. Más claro, imposible. Esta tajante declaración recoge el sentir de gobiernos, organismos e instituciones internacionales que insisten en exigir la publicación de las actas, mientras condenan con firmeza la brutal represión ordenada por un presidente radicalizado, acorralado y, sin duda, sostenido por unas fuerzas militares que le juraron lealtad a su insana adicción al poder mafioso.
¿Hasta cuándo este remedo de dictador al que nunca se le agotan sus delirantes narrativas de golpes de Estado y conspiraciones seguirá provocando sufrimiento a su gente? Ya no son las élites las que demandan su salida, sino los rojos, rojitos, quienes no soportan más sus arbitrariedades.
Para bien o para mal, la suerte está echada. Venezuela, en su gran mayoría, expresó de manera soberana en las urnas que desea un cambio de modelo de gobierno que restaure la democracia. Pero Maduro y su camarilla no lo acepta y, por el contrario, abrieron una caja de Pandora que ha estrenado una nueva etapa de terrorismo de Estado, emergencia humanitaria, crisis social e incertidumbre económica, que sin duda acelerará el éxodo de sus ciudadanos más vulnerables.
Pese a sus presiones, a la comunidad internacional se le acaba el tiempo, al igual que la paciencia, para encontrar un espacio o una ventana de oportunidad que abra caminos de diálogo con la intención de pactar una salida negociada. Aunque siendo realistas, en el contexto autoritario del régimen no existe un pizca de voluntad para ello, no con un Maduro decretando cárcel para María Corina Machado y Edmundo González, mientras sofoca las protestas con su aparato represivo.
Colombia mueve ficha, activa mecanismos democráticos a través de canales diplomáticos, al menos eso es lo que trasciende. Sin embargo, los oscilantes pronunciamientos del presidente Petro, a título personal, no han sido los más convenientes, ni provechosos ante semejante crisis. Incoherente también la posición asumida por el embajador en la OEA, que se abstuvo de votar la resolución que exigía publicar las actas. Era lo mínimo. La inestabilidad de Venezuela, también es la nuestra en todo sentido. En consecuencia, conviene actuar con pies de plomo, pero antes que nada de forma consecuente con el desafío antidemocrático, ilegítimo y, ahora, criminal, que el régimen de terror ha lanzado a su pueblo y al mundo, para decirle: ¡aquí estoy y aquí me quedo!