Cada nueva medición de los niveles del río Magdalena en Atlántico arroja un balance más y más dramático. Es el síntoma reciente más palpable del fenómeno de El Niño, que de acuerdo con las proyecciones de las autoridades, está entrando en su fase más crítica y se prolongará, al menos, hasta marzo.

Tal como suele suceder en tantos otros problemas, el impacto de esta crisis ambiental se ve más acentuado entre las poblaciones más vulnerables. Son las personas que viven en el campo, que derivan su sustento de la tierra y el agua en pequeños corregimientos, quienes mejor saben que el tiempo de las alertas y la prevención ya se ha desbordado.

2015 fue el año más caliente de la historia, pero 2016 reúne todas las condiciones para quitarle el lugar. Si bien la prolongada sequía ha tenido un impacto sobre los precios de la canasta básica de alimentos y la energía eléctrica, cada vez se ha vuelto más inminente otra preocupación, cuyas posibles repercusiones trascienden lo económico y ponen de relieve la necesidad de reconsiderar el tratamiento que la sociedad en su conjunto le ha dado al tema.

Son ya 107 los municipios del país que afrontan racionamientos de agua, según el último reporte del Ministerio de Vivienda. Mientras que el Gobierno se ha empeñado en descartar la posibilidad de un apagón generalizado, se han venido convirtiendo en realidad restricciones al consumo de agua (insumo de las plantas hidroeléctricas de generación); aunque de momento solo sea en algunas poblaciones, hay serios indicios para no tener perspectivas optimistas.

En los últimos meses el Gobierno se ha empeñado en recalcar el mensaje de la necesidad de ahorro de agua y energía, y ha implementado medidas coercitivas para castigar el consumo que, a partir de un cálculo del promedio de cada usuario, considera “derroche”. El haber tenido que recurrir a sanciones es una señal inequívoca de que durante años se ha hecho muy poco, o nada, para incentivar una verdadera cultura de consumo eficiente con enfoque preventivo. Es innegable la responsabilidad que les atañe a los ciudadanos, pero son los administradores públicos los primeros llamados a promover e incentivar cambios como los que permitirían tener una cultura de uso consciente de los recursos naturales, y fundamentalmente el agua. Si esta estuviera afianzada, seguramente El Niño habría encontrado un país mucho mejor preparado para enfrentarlo.

No solo los ciudadanos están pagando las consecuencias; la situación también le ha pasado factura al sector productivo. El panorama ofrece a diario evidencias de que hace falta un mayor control en el uso de los recursos, una actuación más coordinada y que involucre a todos los sectores. Así como se revisa el uso residencial del agua, deben entrar en el radar de las autoridades las concesiones, las empresas con sistemas de riego, los lavados de autos y muchas otras actividades productivas que giran en torno al líquido.

El Magdalena es hoy una plataforma que se puede caminar, seco ya en varios puntos, y desde la cual vale la pena mirar atrás para revisar qué cosas se pudieron hacer mejor. Hasta ahora ha sido escasa la movilización de la sociedad frente a la sequía, al margen de los reiterados llamados del Gobierno. Más vale tarde que nunca, pues como bien lo advierten los expertos, fenómenos como El Niño solo se van para, después, volver más fuertes.