Tengo hambre.  Me dijo.

Sus ojos cristalinos, su mano extendida albergando la ilusión de encontrar en mí o en el caminante próximo siquiera una pizca de bondad que pueda transformarse en retribución solidaria y ser, finalmente, algo semejante a un plato de comida que le permita continuar su jornada unas horas más, con suerte en pie y, soportando el sol canicular de este medio día y de los días medios por venir.

Por un instante me quedé congelado, muchas cosas pasaron por mi mente, pero había algo en los ojos de este chico que me decía un poco más. Era evidente su honestidad.

A pesar de vivir una cruda realidad en miles de esquinas de nuestras ciudades donde, tristemente, se abusa de la indefensión e invalidez de muchos, para otros enmascararse con astucia en medio del dolor y operar o ser parte de “organizaciones” dedicadas a pedir y recostadas en el engaño y el delito, los ojos de Diego representaban la verdad de muchos seres humanos que viven en condiciones extremas.

Le invité a caminar un par de cuadras; mi intención era brindarle un café y sandwich, o unos panes frescos en una pastelería cercana al lugar de nuestro encuentro.

Turno 11, tomamos una de las mesas dispuestas en el exterior, a decir verdad, tuvimos suerte, era la única disponible. Mientras esperaba el llamado para acercarme a recibir el pedido le hice una serie de preguntas a Diego, las cuales respondió todas con timidez, pero con claridad. La ternura abraza sus 13 años, era un niño, a pesar de comportarse como un adulto.

Me llamó la atención que mientras hablábamos su mirada era esquiva, giraba su cabeza con insistencia hacia su izquierda y se quedaba allí por segundos eternos observando. No puede evitarlo y le pregunté: ¿Qué miras?

-Nada. Me respondió. ¡Nada!

 No era cierto. Pero debía creerle.

Tomamos el café y la merienda, sus ojos recuperaron fuerza y sonrió.

-Gracias, señor. Dijo.

Antes de irnos nos acercamos a dejar las bandejas en su lugar, en ese instante pude observar cómo algunas personas adelante nuestro dejaban los “desperdicios” en la basura, lo que habitualmente hacemos todos.

Miré a Diego y sentí frío por todo el cuerpo. Pena.

En Colombia 9.7 millones de toneladas de comida son tiradas a la basura anualmente. En América latina 127 millones.  El 54% de la población de nuestro país vive inseguridad alimentaria. 4.2 millones de colombianos padecen de hambre. Uno de cada diez niños menores de 5 años sufre desnutrición crónica. En el mundo se bota un tercio de los alimentos que se producen (1.300 millones de toneladas) y 1 de cada 8 personas se acuesta con hambre. Las toneladas de alimentos que van a la basura producen el 8% de los gases invernadero, y muy posiblemente estas cifras aumentando en este momento “pospandémico”, si así se puede llamar.

Las pérdidas y el desperdicio de alimentos son un problema de impacto económico, social y ambiental sin precedentes.

Hoy, que el mundo es más frágil y más sensible. Hoy, que hemos aprendido el valor real de la vida y la existencia, es tiempo de actuar sobre esta problemática.

 La industria, el retail, los restaurantes, los hoteles, los productores agrícolas, los bancos de alimentos, las organizaciones sin ánimo de lucro y cada uno de nosotros en casa debemos levantarnos de la mesa y hacer un llamado a todo el ecosistema alimentario y social para manejar correctamente los excedentes de alimentos que no logren venderse o consumirse para que estén a disposición de quienes más lo necesitan. Esta debe ser una cruzada mundial que nos invite a la noble tarea de elevar la consciencia para evitar que Diego y a quienes su mirada representa puedan dejar de decir por un día: “Tengo hambre”.