Mundos iguales
Los testimonios son inagotables, e invitan a reconsiderar cada instante de nuestras vidas en que nosotros mismos socavamos nuestra ruta a la alegría.
Acercarse a la ventana, correr la cortina y observar lo que sucede: el paso del viento sobre las hojas de los árboles, el cruce de esquina de autos, peatones y ciclistas, las aves de vuelo bajo y su paseos de mañana, el color ladrillo intenso del edificio de enfrente y en sus ventanas, detrás de sus marcos y también de sus cortinas, otros seres en movimiento, en medio de su cotidianidad, con una taza de café en la mano, con un beso de despedida en el borde de sus labios o un asomo similar desde su orilla para ver la misma brisa, los mismos conductores y caminantes, las mismas ciclas, el color de los ladrillos de un edificio con la sombra encima y el lado izquierdo de las aves de vuelo bajo sus paseos de mañana.
Todos somos iguales. Esta rutina que practico casi todos los días me hace pensar que así es, aun, cuando bajamos de la ventana y somos los ciclistas, o cuando conducimos, o cuando somos ave. Todos somos iguales.
Lo somos para amar, para sonreír, para creer, para llorar, para respirar, para morir, en consecuencia, para vivir y, porque no, para contemplar construir desde lo que nos acerca, no desde lo que aparentemente nos divide.
Desmond Tutu, arzobispo sudafricano, líder mundial, premio Nobel de Paz 1984, y Tenzin Gyatso, Dalai Lama, líder espiritual del pueblo y del budismo tibetano, se encontraron una mañana en el aeropuerto de la ciudad de Dharamsala, en la India, donde se ha establecido la residencia del Dalai Lama en el exilio. El motivo: la celebración del cumpleaños del Dalai Lama.
El resultado: El libro de la alegría, un hermoso texto que ha llegado a mis manos y con respeto sugiero para las suyas, escrito por el autor Douglas Abrams, quien tuvo el privilegio de narrar el encuentro de los dos líderes durante una semana.
“No importa si es budista o cristiano, o de cualquier otra religión o de ninguna. Desde el momento en que nacemos todos los seres humanos ansiamos hallar la felicidad y evitar el sufrimiento (…) buscamos la alegría desde lo más profundo de nuestro ser”.
Los testimonios son inagotables, e invitan a reconsiderar cada instante de nuestras vidas en que nosotros mismos socavamos nuestra ruta a la alegría, esos momentos en los que consideramos que nuestras razones o creencias son superiores, absolutas y definitivas. Los instantes en los que olvidamos que ninguno de nosotros es inmune al ego o al orgullo, o como bien cita el texto: “Cuando omitimos que la arrogancia proviene de nuestra inseguridad”.
No tenemos la necesidad de considerarnos mejores o peores que los demás, no importan los soles, ni los aplausos, ni los premios, ni los ceros en las cuentas bancarias, todos tenemos derecho a reducir nuestros miedos, nosotros mismos creamos mucho del dolor que llevamos dentro y así mismo tenemos la capacidad de generar mucha más alegría para subsanarlo.
El libro está lleno de planteamientos enriquecedores y de imágenes dulces, retratos de amor puro, cercano, compasión, respeto y sonrisas y, eso ya lo hace gratificante y, recomendable, sobre todo en tiempos donde todo es turbulento y tortuoso.
Es una invitación a caminar en perspectiva, a la humildad, al amor, a la aceptación, al perdón, a la gratitud, a la compasión y a la generosidad en medio de pensamientos y sentimientos positivos, lo que considero podría cambiar el gesto adusto con el que algunas mañanas nos levantamos; lo que creo, podría recordarnos que siempre hay un lugar, como en el asomo a la ventana, donde todos somos iguales, y es ahí donde logramos afrontar las dificultades sin hacernos difíciles, donde además entendemos que es posible levantar mundos iguales.
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