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Opinión

La máscara

La inclusión sin regulación ni orden, es un llamado caótico a legitimarlo todo, a permitirlo todo y a confundirlo todo. La ética y la moral, como tantos otros valores, pueden quedar entre las aspas de esa licuadora voráz que todo lo diluye. 

La inclusión es un maravilloso y poderoso proceso que permite construir una sociedad y un mundo mucho más equilibrado, brinda la hermosa posibilidad de mejorar las oportunidades de millones de  personas que por una u otra razón, se encuentran en desventaja.

Nada más bello y alentador que reconocer que todos tenemos habilidades propias, distintas, diversas, diferentes, y un alto de grado de competencias para realizarnos como personas.

La inclusión es dignidad. Es una idea que abarca aspectos sociales de gran profundidad y por lo mismo, debe ser abordada con suma responsabilidad y medida, pues todo lo claro tiene su oscuro y todo  correcto su traidor.

La inclusión no es un disfraz, no es careta ni antifaz. En medio de un mundo desmedido se ha colado el desperdicio y ha dormido en el temor, el derecho a depurar, a ponerle freno a lo inexacto, a lo indebido, a lo erróneo y lo impreciso, por demás, a lo inconveniente.

Es dramáticamente peligroso el desaforo con el que se construyen términos y se validan propuestas vestidas de máscara, de máscara de “inclusión.”

Una cosa es ser incluyente y otra, muy distinta, permisivo e indulgente.

La inclusión sin regulación ni orden, es un llamado caótico a legitimarlo todo, a permitirlo todo y a confundirlo todo. La ética y la moral, como tantos otros valores, pueden quedar entre las aspas de esa licuadora voráz que todo lo diluye. Bajo el escudo de la mal llamada “inclusión” se mimetizan males corrosivos que dinamitan la escencia y el propósito fundamental, natural y universal de la vida. Se corre el riesgo de imponer el teorema del menor esfuerzo y de la mediocridad del alma, del cuerpo y del espíritu. La valoración de un hecho incluyente no puede ser la aceptación perpetua.

El manoseo a la inclusión, es la fuga. La renuncia.

Ante el fundamento: renuncia. Ante el orden: renuncia. Ante la dificultad: renuncia. Ante la incomodidad: renuncia. Ante el esfurerzo: renucia. Ante la disciplina y la perseverancia: renuncia. 

Se renuncia a la familia, se renuncia al genero, se renuncia a la espiritualidad, se renuncia al intelecto y a todos  los valores con una facilidad asombrosa, aterradora, y claro, acto cobijado con el beneficio del retorno, pues si no funciona la ecuación ligera: regreso y pido “inclusión”.

“Me tienen que acepar así , como soy, me tienen que incluir.”

Pues no!!! La inclusión no puede convertirse solo en un discurso o en un grito escandaloso y desierto, hueco. Es un derecho, pero termina donde inicia el derecho del otro. La inclusión debe ser regulada y bien concebida, es urgente revisarla, pues evidente es, que se está convirtiendo en un sobajo a su origen y concepto. Se está enlodando y pareciendo más un aplauso a la miseria que a otra cosa, el lugar común donde todo se avala, lo que sea, lo que venga y como venga y, quien no esté de acuerdo es señalado y enjuiciado por no ser “incluyente” !Cuánta irresponsabilidad!

Ojo, lo que no se regula no se controla, lo que no se controla no se mide, lo que no se no mide no se puede mejorar y bien dice el físico Thompson Kelvin: “ lo que no se mejora, se degrada siempre”  

La inclusión merece respeto y debe tener límites propios.

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