El Heraldo
Opinión

Gracias al miedo

De a poco una buena parte de la vida es la sucesión de citas con los propios miedos.

169 pasos era la distancia que debía recorrer cuando terminaba el juego en la zona verde de viejos árboles de cereza florecidos y faroles de luz blanca intermitente con base de cemento y capota azul, que más que morada de insectos en su tope, eran de arriba abajo verticales de portería de fútbol sin red, pero con gritos de gol, conatos de bronca y en el piso; pedazos de piel de German, “el Gorila”, un portero de barrio extraordinario, vencerlo era imposible, volaba de un lado a otro, aguantaba remates potentes a quema ropa, caía una y otra vez desconociendo que la suela de sus tenis se había tragado la grama, producto de los movimientos rápidos y oportunos de sus pies, los cuales hacían lucir cualquier ataque del contrario, como una broma insulsa y tibia. Nunca usó guayos. No había.

El gorila me recuerda a dos porteros inolvidables de la selección Colombia: A José María Pazo y al legendario Pedro Zape, de talla media pero gigantes bajo los palos. Como si esto fuera poco, buenas personas, ordenados, amables, sencillos y solidarios.

Así recuerdo a Germán, como un chico solidario que hacía que otro chico, un tanto menor, llegara a su casa a salvo después del juego y de cruzar el callejón negro. YO.

Los últimos 37 pasos antes de tocar la puerta trasera de mi casa eran un tormento, mi piel se erizaba y aunque muchos lo describían como un pasaje angosto pero bello, para mí era el purgatorio. Debía tener 11 años y recuerdo como ayer mis primeros miedos conscientes, los seres oscuros de ojos brillantes tras las puertas y el maldito callejón negro. Ambos, serían sólo inicio de miles de encuentros posteriores. De a poco una buena parte de la vida es la sucesión de citas con los propios miedos.

A esto también me ha invitado el COVID-19. Sin duda, ha acentuado en mí la fascinación por recorrer, plantear y hacer memoria de todas las cosas que tenemos en común, lo que nos une, lo que nos hace sentirnos iguales y sobre lo cual podemos hacer catarsis y reparación.

El miedo es una de ellas. Es humano sentirlo y necesario darnos cuenta que es una emoción primaria y fundamental. El miedo es por excelencia aquello que nos permite desarrollar instinto de supervivencia, que traducido a días de hoy, podría ser el de autocuidado, quizá lo más importante en la fase que vivimos y, lo que si bien hacemos, deparará un día  soleado y una noche para dormir tranquilos.

Julio Cortázar, el autor fantástico, como se le conocía, novelista, cuentista y poeta, fue también colaborador y columnista de la agencia de noticias EFE desde Paris. En sus columnas dejó gran parte de su vida, todas las entregaba él mismo en la Rue D´Aguesseau a pocos pasos del Palacio del Eliseo, todas reposan en el archivo histórico. En una de ellas dejó expuesto algo que llamó poderosamente mi atención:

“ Si el miedo me llenó de infelicidad en la niñez, multiplicó en cambio las posibilidades de mi imaginación y me llevó a exorcizarlo a través de la palabra; contra mi propio miedo invente el miedo para otros (…) creo que un mundo sin miedo sería un mundo demasiado seguro de sí mismo, demasiado mecánico.”

Gracias también al miedo por Cortázar, por hacernos más humanos y evitar un mundo temerario, pero sobre todas las cosas, por hacernos  parecidos, pues, sabernos similares nos sitúa en el mismo espacio y, en consecuencia nos invita a respetarnos, a cuidarnos y a querernos, a dejar bajo la puerta por lo menos un puñado de frustración y angustia del pasado por habernos considerado en abandono y solos, sumergidos en nuestros temores, como si acaso, estos fueran únicos.

A algunos miedos, con la frente y la mirada, otros, con la espalda y el olvido.

Unos bienvenidos, otros, despedidos.

En diálogo con Daniel Coronell en ‘Palabras Pendientes’, disponible aquí en todas las plataformas digitales de EL HERALDO, una historia donde el miedo también fue protagonista.

@yamidamats

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