Incluso el emperador Augusto tuvo que justificar su divorcio de Escribonia. Con elegancia retorcida dijo que se divorciaba de ella “hastiado del desarreglo de sus costumbres”. La inglesa Tini Owens, de 68 años, no tuvo igual fortuna, pues, aunque en casi todo Occidente hoy uno se puede divorciar porque sí, porque le da la gana, sin aducir otra causa que la propia voluntad, en Reino Unido esas leyes están obsoletas y el cándido argumento de la demandante –que era “infeliz” en su matrimonio– no convenció al Tribunal Supremo.
Peor el extremo de los musulmanes de la India: para divorciarse basta con que el marido le diga “¡Te repudio!” tres veces seguidas a su mujer. Sin embargo, el mismo Mahoma fue más comedido. Cuando se rumoreó que Aisha le había sido infiel (era 45 años menor que él y una noche dizque se perdió por el camino y apareció a la mañanita dizque rescatada por el joven Safwan), Mahoma no quiso creerlo y estableció que, para probar un adulterio, debían presentarse nada menos que cuatro testigos varones y lengüilargos.
Espurio Carvilio fue el primer romano que se divorció de su mujer. Adujo infecundidad. Y a una espartana, en aras de la nulidad matrimonial, le preguntaron si había tenido relaciones íntimas con su marido: “Yo no, sino él conmigo”. Si la pobre Tini Owens se hubiese leído la primera frase de Ana Karenina (“Todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo”), quizás habría aducido un modo más específico de su desdicha, puesto que querer divorciarse alegando infelicidad es tan redundante como pedir un préstamo aduciendo falta de dinero. Tini dijo que su matrimonio estaba “roto y sin amor”. Pero su marido con cara de señorón flemático inglés dijo que no, que él sí la quería, y que, si ella busca el divorcio, será por alguna aventura amorosa o por aburrimiento.
Ese es otro problema. La gente se confunde con el cuento de la felicidad y entonces culpan al cónyuge. A Sócrates uno le preguntó si era mejor casarse o no casarse: “Cualquiera de las dos cosas que hagas te arrepentirás”. Y Lucrecio cuenta que Dios al ver “que los mortales disponían de casi todo lo necesario, que los poderosos estaban colmados de riquezas, honor y gloria (…), pero que, en su intimidad, nadie dejaba de sentir angustias en su corazón, ni de tener el alma sumida en quejas, comprendió que el mal provenía del vaso mismo y que este corrompía con su mal todo aquello que, recogido fuera, se introducía en él, incluso los bienes”.
Pero, por más infelicidad congénita, cuando ya es que no, es que no. Mira la Sofía de Tom Jones: “No me molestes. Te digo que no me ocurre nada. ¡Dios mío!, ¿por qué habré nacido?”. Y Ana Karenina, enamorándose de contrabando del joven Vronski en Moscú, cuando volvió a San Petersburgo y se bajó del tren al primero que vio a lo lejos fue a su marido: “¡Ah, Dios mío! ¿Por qué tendrá esas orejas?”.
Más frenos tiene una canoa. Mejor que Mr. Owens firme ya esos benditos papeles y se relaje oyendo a la Orquesta Aragón.
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