La paz no es un objeto o el maná que nos llueve del Cielo al conjuro de las oraciones, ni porque la mencionemos continuamente en los discursos políticos, en la televisión, en los titulares de prensa y en las emisoras.
La paz es el resultado de un proceso histórico bien encaminado, con ajustes continuos en lo social, lo económico y lo político, sin dejar cabos sueltos. Diariamente el desayuno de los colombianos es salpicado de chivas noticiosas que deprimen el alma y oscurecen la visión del futuro. El plan de rehabilitación, la ayuda a los damnificados de catástrofes colectivas, las campañas masivas de salud, el hacinamiento carcelario, la educación, las vías de comunicación, los hospitales y todas estas urgencias, entran cojeando a las salas de espera de la esperanza y, por ende, desestimula la búsqueda de la paz.
Y ahora, si volvemos la mirada hacia nuestras regiones selváticas y regresamos las páginas de la historia a los primeros capítulos precolombinos, nos encontramos con el inhumano proceso del marginamiento de nuestras tribus aborígenes, que comenzó con la llegada de los conquistadores españoles y aún no ha terminado. Recientemente, se ha puesto en marcha, aunque tardío, un programa de rescate de estas agrupaciones humanas a través del plan de rehabilitación de las pocas tribus que milagrosamente han logrado sobrevivir a la vorágine selvática de pestes, enfermedades infectocontagiosas de animales ponzoñosos y venenosos.
En contraste, al tiempo que se agudizan las crisis políticas, económicas y sociales, se incrementa la anarquía, el crimen, el secuestro, la extorsión, el chantaje, las guerras intestinas en los países pobres. Así mismo, aumenta la incapacidad de los hombres de buena voluntad para gobernar honestamente y conducir los destinos de las naciones por el desarrollo y el bienestar general.
A manera de consejo, le diría a los colombianos que se fueran a vivir al campo, a las verdes campiñas… que 20 años no son nada, que 40 años no son nada, que medio siglo atrás la vida transcurría con lentitud. Las distancias eran más cortas, la actividad diaria individual era menos acelerada porque había menos cosas que hacer, menos personas que atender, menos máquinas que operar, menos compromisos que cumplir y menos bienes de consumo que adquirir.
La vida en el campo es más larga que en la ciudad. 80 años rurales eran más que 80 años citadinos. Un día en el campo era más largo que un día en la ciudad.El campesino se despierta con el sol y no tiene que invertir una hora en su arreglo personal y otra hora para llegar al lugar de trabajo. Realiza su labor con lentitud pero con la energía que le dan 9 horas de sueño. Puede recorrer 50 hectáreas a caballo en poco tiempo, descansar en una hamaca después del desayuno, tiempo para leer, oír música, herrar el ganado, ordeñar, recoger frutales y hortalizas, bañarse en un jagüey o en el arroyo más cercano y visitar a su vecino colindante.
En el campo se hacen colas para sacar documentos y certificados para pagar recibos, no hay antesalas ni horas de interminable espera, no hay ventanillas, peluquerías ni salones de belleza, gimnasios, consultorios, oficinas públicas, bancos ni corporaciones. Se vive en paz.
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