Las escenas aterradoras de Guayaquil con sus cuerpos insepultos en las calles parecen revivir nuestras pesadillas más infames. El reto actual de los países, ha declarado la OMS, es el de “encontrar el equilibrio entre proteger la salud, minimizar el trastorno económico y social y respetar los derechos humanos”. Este mismo organismo ha dicho en su documento Prevención y control de infecciones para la gestión segura de cadáveres en el contexto de la COVID-19 que “es preciso respetar y proteger en todo momento la dignidad de los muertos y sus tradiciones culturales y religiosas, así como a sus familias”
La situación que vivimos hoy nos hace evocar la tragedia de Antígona. En ella el tirano Creonte ordena que nadie le dé sepultura al cadáver de Polinice, hermano de Antígona, ni le lloren, y que le dejen sin lamentos por haberse levantado contra la ciudad de Tebas. Este trato solo era reservado a los delincuentes ejecutados y a los ladrones de sepulcros para que su condena se extendiese hasta el mundo de ultratumba. Antígona decide dar sepultura a su hermano y acogerse a “las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses” pues “estas no son de hoy ni de ayer, sino de siempre”.
Un drama similar vive Andrés González, un indígena wayuu cuya hermana falleció hace tres días en una clínica de Riohacha. Al reclamar su cuerpo este recibió la orden de que debía enterrarlo en un cementerio en las afueras de la ciudad reservado a los fallecidos por coronavirus. Aunque ella ingresó por otras afecciones, como principio de precaución ante la demora de la prueba, se le exige enterrarla por fuera de su territorio. Esto es impensable para cualquier wayuu dada la valoración otorgada a sus muertos. Sus cementerios no son simples reservorios de cadáveres. Al nacer en un lugar específico un wayuu es proveído de un origen y un destino. En consecuencia, los cementerios familiares son lugares de pertenencia a los que estamos asociados y destinados desde nuestro nacimiento. Cada cuerpo enterrado allí refrenda un orden territorial, una voluntad de perseverar dentro de él y unos derechos colectivos.
Si apelamos a la metáfora de la guerra las familias wayuu aceptarán que todo fallecido por Covid deberá recibir el trato de quien muere violentamente. Se sepultará prontamente, no habrá contacto con el cadáver contaminado ni concurrencia masiva y su ritual funerario será aplazado hasta su segundo entierro. Eso está en la tradición y es comprensible. Pero lo que es socialmente inviable es que alguien sea enterrado en una fosa común o por fuera del territorio del grupo familiar sin contar con la voluntad de sus parientes. Urge que el Ministerio de Salud expida normas con un enfoque diferencial para los indígenas fallecidos durante la pandemia.
Al momento de escribir estas líneas la hermana de Andrés es sepultada en su territorio familiar gracias a un justo acuerdo con las autoridades. Y así se cumplirán los versos del poeta indígena Vito Apushana: “Y puedes irte y puedes no volver, /pero siempre estarás ahí… junto al árbol Mokooshira /que circunda tu cementerio; /ahí pertenece tu sombra y tu descanso”.
wilderguerra@gmail.com
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