Jorge Luis Borges sentenció que el fútbol es estúpido y popular, porque la estupidez es popular.
Albert Camus dijo, en cambio, que todo lo que sabía de moral lo había aprendido en el fútbol.
Los seguidores de uno y otro han estado alebrestados por estos días, con motivo de la presentación de los refuerzos del equipo Junior.
Inspirados en el poeta bonaerense, los detractores han dicho que en vez de andar exhibiendo jugadores de un deporte deslucido, el alcalde Alejandro Char debería estar ocupándose de los asuntos de ciudad.
Los que fueron al estadio a ver a Chará y a Teo, bajo la égida de Camus, le agradecieron al mandatario por recobrar el fervor de la hinchada.
Jorge Valdano lo había dicho: “Hay dos tipos de espectadores: aquellos que aman el fútbol y aquellos que aman el fenómeno social. Estos últimos son los peligrosos”.
Es evidente que a unos no les gusta el deporte –o en su defecto el alcalde– y que otros están muertos de la dicha porque este se le midió a sacar de la crisis al equipo del alma.
Pero los actos multitudinarios en el estadio Metropolitano han puesto a Barranquilla a hablar otra vez de buen fútbol.
Este es un fenómeno de masas alrededor del cual se tejen muchos hilos de poder. Aquí se mueven tantos millones, que la consultora Deloitte & Touche calificó el balompié como la economía número 17 del planeta.
La historia, además, relata las manipulaciones nacionalistas de algunos dictadores, que se plegaron a la efusión futbolera para esconder abusos. En la Argentina de Borges hay más de un cuento de esos.
Pero reducir la pasión y la estética de este deporte a un asunto de distracción social es una postura desfasada.
A partir de las diversas fuentes de consulta, los niveles de formación y la autonomía frente a la oferta de medios, los ciudadanos somos menos propensos a las maniobras.
La explicación es muy sencilla: la comunicación política necesita de la anuencia de los públicos para que sea efectiva. Y ese público es hoy más contestatario y deliberante.
Puede sumarse a la emoción colectiva de la afición porque tendrá un equipo competitivo en el próximo campeonato, pero no olvidará que mañana deberá pagar la luz. Y el mismo alcalde, con toda seguridad, salió del Metropolitano a terminar de canalizar los arroyos. Ni bobos que fueran.
El asunto es que los ciudadanos ya no marchan como borregos ante el eventual manoseo de los gobernantes.
La política procedimental perdió eco en la pasión de los estadios desde hace mucho rato. Y la ve hoy como una “herramienta educativa”, en la que “he aprendido a aceptar la derrota, que otro es mejor, a levantarme después de no haber hecho bien las cosas, a esforzarme para hacerlo mejor” (Pep Guardiola).
Si además ese mismo gobernante la ve como la posibilidad válida de devolverles a los gobernados la esperanza y el optimismo, entonces hay que decir, como Paolo Rossi, Dios bendiga a quienes inventaron el fútbol.
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