En 1893, en el periódico El Porvenir, de Cartagena, un cronista se lamentaba recordando que en 1861, durante su primera visita a la ciudad, los viajeros que arribaban a ella tenían que aguantarse la burla de las cuadrillas de negros que usando unas sillas para cargarlos, los rescataban de las embarcaciones que no podían llegar hasta la orilla del mar a desembarcar.
“Allí venían a recoger los pasajeros y sus equipajes, una turba de negros” –decía el cronista–, que se expresaban en un “lenguaje soez e insolente”. Mientras los visitantes llenos de pánico se aferraban al asiento para no caer al agua, los negros transportadores ensayaban bromas con la complacencia de quienes se aglomeraban en la orilla para burlarse a rabiar del espectáculo: “Blanco si no sabe nará agárrese”; “tiene usted que pagar doble o sino se moja”, decían.
En el Caribe siempre ha estado la burla y la altanería para espantar la miseria y la violencia física. Fue aquí donde se reinventó el bembeo africano como sentencia, y el aguaje como filosofía y estilo de vida. Es de este Caribe, que inventa el goce para tratar de hacer menos terribles los trabajos y los días, del que nos habla el sociólogo puertorriqueño Ángel Quintero Rivera, en su último libro ¡Saoco salsero! O el swing del Sonero Mayor. Sociología urbana de la memoria del ritmo.
La historia de los barrios negros y pobres del gran Caribe se resume en la capacidad de su gente para fugársele a la candela, pero también en la posibilidad de chamuscarse con ella mientras se trata de alcanzar el cielo, dando saltos, haciendo equilibrio, como los niños que juegan a la peregrina en un patio de tierra: “Un, dos, tres y brinca”.
Del barrio de Santurce, en San Juan de Puerto Rico, fundado por cangrejeros cuyos ancestros practicaban la liturgia de esquina para desacralizar el mundo desde tiempos coloniales, salió un negro timbalero que en 1954 armó un grupo musical allí donde el ritmo era peste. Cortijo y su Combo, lo llamó.
Pronto, un joven mulato, albañil, que ya soneaba en una agrupación cuyos integrantes –excepto él– pasarían por blancos en Puerto Rico, entraría al combo. Antes de irse, Ismael Rivera, Maelo, se lo dijo sin eufemismos al director de la orquesta Panamericana: “Es que yo me siento mejor con los negritos”.
Lo demás, es parte de la memoria rítmica del Caribe. Después vino la cárcel, y la separación, y Maelo en Nueva York, y “las tumbas son pa’ los muertos y de muerto no tengo ná”, y “el nazareno me dijo que cuidara a mis amigos”, y “las caras lindas de mi gente negra”, porque “somos betún amable de clara poesía”, y todo esto nos lo cuenta ‘Chuco’, en su maravilloso libro, con la maestría teórica y conceptual de quien se formó en las mejores escuelas de sociología británica, pero con la sensibilidad musical, barrial y festiva para saber que el Caribe, como dijo el gran investigador haitiano Michel-Rolph Trouillot, somos modernos de otro modo.
Este libro es un elemento más que Ángel le agrega a su noble misión de analista y memorioso del goce, el ritmo y el swing en el Caribe. Con él, parece recordarnos, de la mano de Maelo: “Ya te lo dije, traigo de todo”.
javierortizcass@yahoo.com
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