Cuando el Papa Clemente VII le negó a Enrique VIII anular su matrimonio con Catalina de Aragón, el rey de Inglaterra optó por romper con la Santa Sede. De paso, fundó su propia iglesia, la anglicana, con sus propias reglas morales y encabezada convenientemente por el propio monarca. Este aislamiento del resto del Continente en términos religiosos no impidió que el Reino Unido más tarde llegara a construir el mayor imperio de la época contemporánea. Sin embargo, el país siguió estrechamente vinculado con Europa, a través del comercio, la cultura, los enlaces entre familias reales y unas cuantas guerras.
Quizás algunos partidarios del Brexit pensaban, como Enrique VIII, que ante las negativas de Roma –en este caso Bruselas– podrían simplemente emanciparse y vivir felices según sus propias normas. Más de dos años después del fatídico referéndum sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea, la consternación sobre la realidad de este divorcio ha alcanzado su punto máximo. El martes, el plan de salida que la primera ministra Theresa May había negociado con sus colegas de la UE sufrió una aplastante y humillante derrota en el Parlamento de Westminster, como no se había visto en casi un siglo. Este acuerdo asegura que los ciudadanos comunitarios que viven en Reino Unido y los británicos que residen en el resto del UE puedan seguir disfrutando de ciertos derechos y garantías especiales. En lo económico, se prevé que Gran Bretaña de momento siga en la unión aduanera para evitar que se vuelva a levantar una frontera entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda.
Significativamente, el rechazo al acuerdo de May fue celebrado tanto por los partidarios de un Brexit duro, sin acuerdo con Bruselas, como por aquellos ciudadanos que quieren permanecer en el club europeo y que todavía albergan la esperanza de que pueda haber marcha atrás o, por lo menos, convocatoria de un segundo referéndum. Pero el tiempo se acaba. El Brexit entra en vigor el 29 de marzo. Una prórroga es técnicamente posible, pero choca con las elecciones al Parlamento Europeo a finales de mayo, cuando los británicos teóricamente ya no formarían parte de la Unión.
No existe una solución mágica que satisfaga a todos. Este ha sido el mayor error, por no decir engaño, de los responsables políticos, sobre todo de la primera ministra. Uno no puede alcanzar la plena independencia política, aceptar solo sus propias reglas y al mismo tiempo seguir disfrutando de todas las ventajas de pertenecer a una zona económica común. Con razón los dirigentes europeos, empezando por el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, han instado a los británicos que digan claramente lo que quieren después del rechazo contundente del acuerdo en Westminster. Pero lo malo es que ni ellos lo saben y el país se asoma al abismo de una salida desordenada que tendría consecuencias nefastas para sus vecinos también, si nadie lo remedia en el ultimísimo instante.
@thiloschafer
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