A los franceses se les ha amargado definitivamente la Navidad este año. El atentado terrorista en el mercadillo navideño de Estrasburgo ha vuelto a despertar el miedo y la paranoia provocado por los ataques masivos de los últimos años en el país. Los muertos de Estrasburgo han eclipsado, de momento, el movimiento de protesta de los llamados ‘chalecos amarillos’, que llevan un mes de acciones reivindicativas que han provocado serios problemas en Francia. Algunos de los manifestantes ya difunden en redes teorías de la conspiración, según las cuales el atentado fue instigado por el gobierno de Emmanuel Macron para desviar la atención de las protestas.
Si nada cambia, este sábado será el quinto consecutivo en el que los ‘chalecos amarillos’ pretenden paralizar la vida en los centros de las grandes ciudades, especialmente en París. Después de los graves disturbios en las primeras convocatorias, los locales comerciales han optado por echar el cierre y blindar sus escaparates y ventanas. El sábado pasado incluso cerraron las principales atracciones turísticas de la capital, como la Torre Eiffel, el Museo del Louvre y la Ópera. Es muy grave. Los dueños de tiendas y restaurantes son obviamente libres de cerrar sus puertas por temor a daños. Pero el Estado no debería claudicar ante manifestantes violentas. Habría que mantener abiertas la Torre Eiffel o el Louvre aunque probablemente no vinieran muchos visitantes.
La causa de los ‘chalecos amarillos’ comenzó con el rechazo a una subida del precio del combustible por parte de los habitantes en zonas rurales que dependen de su coche. Pero se han ido añadiendo todo tipo de reivindicaciones difusas con un único denominador común: el enfado mayúsculo contra la clase gobernante encabezada por Macron. Por primera vez, el presidente se dejó impresionar por el caos de cada sábado y ha prometido toda una serie de medidas sociales, además de la retirada de la subida fiscal sobre el gasóleo. Es la segunda claudicación ante el movimiento de los chalecos. No se trata de evaluar si las causas de los manifestantes son justas o no –probablemente lo son en una sociedad marcada por la creciente desigualdad–. Sino de sus métodos.
La sensación es que en Francia el gobierno no ha cedido ante la magnitud cuantitativa de la protesta, sino ante el grado de violencia. Es decir que unos cuantos escaparates rotos y coches quemados (junto a sus claras consecuencias económicas, especialmente en el turismo) tienen más efecto que medio millón de personas manifestándose pacíficamente por la calle. Si esto crea escuela, pronto todo el mundo que lucha por una causa se planteará salir a la calle a reventar el patio. En regímenes autoritarios el uso de la violencia está justificado, pero en un Estado donde están abiertas vías democráticas para expresar las opiniones y defender los intereses de todo el mundo no se debería hacer caso a los que se muestran más agresivos. En este sentido, Macron con su doble claudicación ha creado un mal precedente.
@thiloschafer
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