El mundo no olvida el horror del Holocausto. La vergüenza y el asombro y las deudas que todos, de una y otra forma, adquirimos con el pueblo judío, han moldeado la historia de los últimos 70 años.
Las imágenes de la barbarie, la degradación y la ignominia se repiten con frecuencia en la memoria colectiva, para que jamás olvidemos de lo que somos capaces, para que jamás repliquemos la máxima crueldad, para que no nos atrevamos a limpiar la mancha usando al tiempo como excusa. Sabemos en el fondo que el tiempo no lo cura todo.
La creación del estado de Israel pareció una buena decisión, la más civilizada manera del pago moral, de la contrición y de la decencia. Pero, como las perfecciones no son la regla en las decisiones de los hombres, quedó un asunto pendiente desde entonces que no se ha podido superar, uno trágico también, doloroso también, vergonzoso también: Palestina.
Porque para regresarle su lugar al pueblo injustamente perseguido, se sacrificó la dignidad, la libertad y el sosiego de otro, también milenario, también establecido en una tierra que consideran suya, también convertido en víctima de una realidad histórica de la que acaso no fueron nunca conscientes ni responsables.
Palestina no es un país, a pesar del reconocimiento que como tal le han otorgado algunos estados del mundo. Las más cercanas definiciones que le caben son quizás la de un puñado de gente encerrada, un gueto gigantesco, una causa en cuyo nombre se derrama sangre propia y ajena, un pueblo que no comprende las razones de su tragedia.
Así como no hay ninguna razón que justifique la matanza de judíos durante la Segunda Guerra Mundial, tampoco existe alguna que pueda excusar las acciones de Israel, la nación desagraviada que sin duda sí es un país, en contra de civiles en Gaza o Cisjordania o cualquier rincón de esta convulsionada región. Porque no basta haber sido perseguido para perseguir, no basta haber sido violentado para violentar, no basta haber sido martirizado para martirizar.
Los más serios observadores de la realidad de Oriente Medio, los más ecuánimes, quienes no defienden el terrorismo árabe, quienes no están matriculados en ninguna corriente ideológica, concuerdan en que la situación de Palestina es una de las más grandes muestras de inhumanidad de la historia, en mucho parecida a la que los judíos padecieron por siglos. No se trata del problema de Egipto, de Siria, de Jordania, de Irán; no se trata de los intereses económicos y estratégicos de Estados Unidos y sus aliados; no se trata del derecho que tiene Israel a defender el territorio que le fue devuelto hace tan poco; se trata de un pueblo inerme que no tiene nacionalidad, ni libertad, ni esperanza, que ha sido obligado a cargar sobre sus hombros la pesada carga del pago de la deuda que la humanidad decidió saldar, con justicia, a los judíos.
Y el desafiante y torpe traslado de la embajada estadounidense a Jerusalén promete empeorar, si es que eso es posible, la situación de millones de personas que, aunque quisieran, no tienen más remedio que sufrir en su casa, porque no tienen ningún lugar a dónde ir.
@desdeelfrio
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