A veces, más de las veces que quisiera, me pregunto qué ley lleva a un ser humano a trazar minuciosamente sus propósitos. Más de las veces que quisiera me empeño en averiguar cómo opera esa mezcla de deseo y voluntad que conduce al éxito, ese mandato irresistible e intransferible que transforma las miserias personales en propósitos loables, con el fin de asemejarse a un triunfador. A veces, más de las veces que quisiera, siento también que en esa disciplina augusta que se debe cultivar para lograrlo, hay un derroche exagerado de la escasa libertad que posee un individuo; que, si bien ese tesón pudiera significar la celebridad, el éxito, “el resultado feliz de un negocio o actuación” acarrea el sufrimiento de perder autonomía para hacer lo que a uno le venga en gana, sin que otros interfieran.
Confieso que a veces, más de las veces que quisiera, me siento como una pluma volando al viento; que el destino con sus códigos enigmáticos se ha ocupado de trazar mi trayectoria, que poco de lo que me ocurre, o me ha ocurrido, ha sido una determinación que me concierne. Si no fuera por la intromisión esporádica del deseo, que parecería tener argumentos más fecundos que los del azaroso azar, diría que todo es una exitosa casualidad. Quizá el único acto libre y voluntario que me atribuyo es haber elaborado con esmero la morada que hoy alberga el espíritu de mis hijos. No elegí a mis padres, ni nacer, ni ser mujer, ni el amor fue una decisión premeditada. Como mucho, he puesto mi voluntad en la escogencia de las gafas que me permiten mirar cómo divago en las contingencias que llamo vida. Pero aquí voy.
En armonía con lo que acontece, y cada día más desprovista de expectaciones. Sin mando y sin gloria alguna. Seguramente muy pocos estarían interesados en saber lo que ocurre en mis ovarios deslustrados, o en la glándula pituitaria que segrega secretamente mis hormonas. Para muchos, valgo un bledo, y para mí, eso es perfecto. Pero, ¡ah, las vainas de la gloria! La cosa es muy diferente para los célebres, porque ellos prescindieron del enorme privilegio de gozar de intimidad.
Tras varios años aguantando en su figura el sarcasmo de los colombianos, tuvo el presidente Santos que salir, una vez más, a difundir las averías de sus entrañas. ¡Ah, el martirio del poder! Leer un comunicado exponiendo las minucias de su escrupulosa próstata, tener que descuartizarse públicamente para evitar murmuraciones. Quizá su oficina de prensa debería probar la técnica de la revista Selecciones.
*Juan tiene 65 años y es un político, periodista y presidente de un país. Debido al incremento de mi antígeno prostático, a Juan acaban de practicarle un estudio complementario que reveló que no tengo metástasis, ni ningún tumor. A pesar de mi anomalía, Juan goza de buena salud, no tiene nada que lo limite de sus funciones. Juan y su familia están muy contentos y quieren seguir adelante. ¡Ah, las vainas de la gloria!
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