Por estos días, leo en los periódicos la toma de posesión del nuevo presidente de Cuba, Miguel Díaz-Canel, que, por primera vez en la historia posrevolucionaria de la isla de ensueño, no lleva el apellido Castro. En ese revolutum de los recuerdos, me traslado al pupitre en el colegio cuando la madre Esperanza nos hablaba de sus tiempos en La Habana, mostrándonos la foto en el periódico de un joven y guapo y “muy cristiano” (en la foto aparecía comulgando), que iba a “arreglar” Cuba, Fidel Castro.

Esa fusión intemporal cuando fluyen los recuerdos, me ha llevado desde aquel salón de clases a ese Paseo del Parque, todavía con el suelo impecable del mármol de los tiempos de la colonia, que lleva hasta el Teatro García Lorca desde el Hotel Sevilla, donde primero entró Fidel en sus auras conquistadoras, que recorríamos en las noches inolvidables por el viejo malecón, ensoñación frente al mar Atlántico: el inmenso balcón de Cuba, donde ahora ya ha jurado su cargo de presidente, Miguel Díaz-Canel: un ingeniero, profesor universitario, estrenando presidencia de los Consejos de Estado y de Ministros de Cuba desde el 19 de abril del presente año, es el primer dirigente político nacido después de la revolución que llega al más destacado de los puestos de la política cubana.

Al parecer con el acuerdo sin tacha, como ha sido hasta ahora en el ambiente comunista, representa el cambio de aires más importante, sin tormentas visibles, en la única estación política en calma chicha, frente al horizonte de la inmensidad del mar donde se mira la isla más bella que añoran por igual España y Norteamérica. Un recuerdo irrepetible.