El Estado debe asegurar que “todas las personas, en particular las de menores ingresos, tengan acceso efectivo a los servicios básicos”, reza el artículo 334 de la Constitución Nacional. En el caso de Electricaribe, el Estado además la intervino a través de la Superintendencia de Servicios Públicos (SSPD) por encontrarse ad portas de una limitación del suministro de energía en la Región y prestando un pésimo servicio luego de una década de exigua inversión. Y la está administrando con fines de liquidación y en búsqueda de otro operador privado para la infraestructura. Así, con el deber constitucional y con el compromiso operativo, el Estado quedó sin espacio para hacerle esguinces a la responsabilidad total de la provisión efectiva del servicio y de la suerte presente y futura de la empresa encargada de hacerlo. Más aún, cuando la Constitución prioriza el acceso al servicio para las “personas de menores ingresos”, quiere decir de mayor pobreza y la incidencia de la pobreza en el Caribe es del 40% versus un 24% en el resto del país, lo que amplifica la responsabilidad del Estado en la provisión efectiva de energía eléctrica en esta Región.
La Financiera de Desarrollo Nacional, de mayoría estatal, estimó el nivel de inversión para reparaciones y mantenimiento, que apenas sostengan el bajo nivel de servicio actual, en 240 mil millones de pesos anuales. Como la intervención de la SSPD se produjo al finalizar el 2016, ese rubro correspondiente al bienio 2017-2018 suma 480 mil millones de pesos que deberían ser asumidos por el Estado. Sin embargo, van solo 210 mil millones y se proyecta llegar a 320 mil millones al finalizar el año, insuficiente para detener el deterioro del servicio. Según el plan recién presentado por Electricaribe, la inversión total correspondiente a 2019 deberá ser del orden de 720 mil millones, no solo para mantenimiento sino para comenzar a recuperar el rezago en la inversión y a atender el crecimiento de la demanda. Cuantía que debería ser fondeada por el Gobierno nacional, no apoyada en garantías para que sean eventualmente endosadas a un nuevo operador aún incierto.
Por supuesto que un nuevo operador e inversionista tendrá que ver reflejadas sus inversiones en la tarifa para poder recuperarlas, o no las haría. Sin embargo, el largo interregno para hacer el relevo a ese potencial nuevo responsable del servicio, aunado a la reticencia del Estado para asumir los costos imperiosos durante el mismo, han invitado una lluvia de ideas no todas afortunadas. Y ello ocurre cuando el gobierno cambia, aunque el Estado sea el mismo. Evento que demanda un compás de espera en momentos en que la paciencia se agota. La diligente asunción de responsabilidades ineludibles por parte de todas las instituciones estatales del sector es la urgente receta para que la situación no se salga de un cauce de sensatez colectiva.
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