Existen en Colombia dos visiones antagónicas sobre lo que hace excepcional al puerto de Barranquilla. La primera, predominante en el resto del país, es parroquial, pesimista y equivocada; la segunda, mayoritaria entre nosotros, es global, optimista y acertada.
La primera considera que un puerto sobre un río que arrastra sedimentos (todos lo hacen)–y por tanto demanda dragados periódicos– es una torpeza pues ello resta competitividad y atenta contra la sostenibilidad de largo plazo. La segunda señala que son pocos los países que tienen un gran río, caudaloso y extenso, que penetra en su hinterland cientos de kilómetros y resulta una bisagra del país con el mundo, a través del medio de transporte más ecológico y económico, el fluvial. Lo excepcional es la oportunidad. Así lo entendió Holanda hace 800 años, al domesticar el delta donde el Rin y el Mosa se enfrentan con el mar del Norte. Ahí están los puertos de Róterdam y Ámsterdam que el Rin comunica con Alemania y Francia y lleva barcazas hasta Basilea, en Suiza, 880 kilómetros aguas arriba. Por coincidencia, la misma distancia que hay entre Barranquilla y Puerto Salgar. Así lo entendió España hace 500 años cuando privilegió a Sevilla, en el Guadalquivir, como puerto de intercambio con su imperio de ultramar. Así lo entendió EEUU hace 200 años cuando, en palabras de un presidente del Cuerpo de Ingenieros de ese país, “emprendió la domesticación
del Mississippi de Nueva Orleans hacia arriba”. Todos esos grandes proyectos fueron ejecutados y son mantenidos por los respectivos gobiernos nacionales.
Y así lo entendió Colombia hace 90 años cuando inició la estupenda obra de los tajamares de Bocas de Ceniza, que al estrechar el cauce del Magdalena, acelera su caudal arrojando los sedimentos a un profundo cañón submarino a poca distancia de la desembocadura. Diez años más tarde de su puesta en operación ya el río concentraba el comercio internacional del país, incluyendo las exportaciones de café. Abusando de eso, Fedenal, el sindicato del río, arrodilló al país con la gran huelga de 1945. Alberto Lleras Camargo, entonces a cargo de la Presidencia de la República, ordenó desviar los buques en camino hacia Cartagena, Santa Marta y Buenaventura; y en su discurso de fin de gobierno dejó allanado el camino para la construcción del ferrocarril del Atlántico y la carretera paralela al río. Un par de décadas después el transporte por el Magdalena languidecía mientras el país invertía incontables billones en contra vía de la ecología y de la competitividad. Y en 1991 con la Ley que eliminaba Puertos de Colombia se transfirió la responsabilidad del mantenimiento del canal navegable del puerto de Barranquilla al gobierno nacional. Obligación tercamente incumplida por todos los gobiernos desde entonces. Al menos 300 metros del tajamar oriental, que además detenía el material de la erosión costera, ya se fueron a pique. La ignorancia de esas realidades no es excusa.
rsilver2@aol.com
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