
Secuestro neuronal
Familias de luto y Bogotá ardiendo con sus activos destrozados. Las cenizas de la anarquía.
Las imágenes lo dicen todo: una lista de 33 buses Transmilenio incendiados, 54 CAI destruidos, 12 incendiados (40% de las 146 estaciones de policías de la capital), disturbios durante tres días, destrozos y lo peor: la muerte de 11 personas. Uno, el estudiante de derecho Javier Ordóñez, su fallecimiento en manos de la policía, detonante de los disturbios posteriores de pocos ciudadanos y muchos infiltrados. Diez jóvenes (todos menores de 30 años) víctimas de esta barbarie. Pero eso no para ahí: 66 heridos por arma de fuego y más de un centenar por otro tipo de armas; 194 policías con graves lesiones. Cuatro ambulancias, que tanta falta hacen, fueron vandalizadas Esto no es protesta social o manifestación civilizada, es el fuego polimorfo de la violencia. Familias de luto y Bogotá ardiendo con sus activos destrozados. Las cenizas de la anarquía.
La película de Chile proyectándose en el país. La otra cara de la moneda no lo puede justificar: la salud mental y los seis meses de confinamiento, el eco del tambor de las promesas acumuladas no cumplidas y la pandemia social que dejó por fuera la implementación de las políticas públicas. Desempleo, hambre y la falta de ingresos para acceder a estas necesidades fundamentales en el ser humano. Más que las carencias, el cerebro social de los colombianos lo condicionan desde otras orillas. Es el arco reflejo del caos.
Desde el punto de vista neurobiológico hay un término que define este tipo de reacciones colectivas y que Coleman introdujo en la literatura médica: secuestro emocional. La amígdala del lóbulo temporal, nuestro sensor y banco emocional, va guardando y acumulando las emociones negativas y corrosivas. La frustración, la desmotivación, la pérdida de la esperanza son leña para encender la chimenea. Un hecho: la cerilla. Encuentra la mecha social preparada y esparcida con la pólvora del adoctrinamiento.
Ante una situación identificada como detonante o peligro inminente, los mecanismos neuronales amigdalinos encienden el botón pánico: ¡listo para explotar! Es tan fuerte la avalancha que se pierde el control racional de la corteza prefrontal -la rienda del comportamiento- y reaccionamos en un nivel primitivo e irrumpe esa cascada de acontecimientos catastróficos descritos. Es el “secuestro neuronal”. No hay reflexión ni forma de evaluar lo que sucede templadamente. La ira embriaga a la población aturdida.
La amígdala toma el control de la conducta. Estamos listos para atacar o huir. Eventos pequeños irritan y disparan nuevamente el empoderamiento del sensor emocional. En este periodo somos capaces de todo. Adicional, la infoxicación de la red, los trinos y los fuetazos verbales de algunos irresponsables disparan una y otra vez el poderío de la amígdala. Nace la indignación y el parto del comportamiento social toxico. Es el secuestro emocional, su brutalidad de horas garantizadas por las hormonas circulantes en sangre que no podemos eliminar.
Las conductas de furia e ira tienen alta tasa de transmisibilidad. Los chats y los correos son combustibles que las soplan y gasolina para el alma colectiva y su fuerza destructiva. Como el fuego, cuando contagia la muchedumbre incontrolable es desmoronamiento social.
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