Hace más o menos una década me registré en Facebook, llevado por lo que contaban mis amigos sobre esa novedosa herramienta que permitía encontrarse con personas a las que se le había perdido la pista hacía mucho tiempo. Por un par de años estuve revisando casi a diario lo que les sucedía a conocidos con quienes me unían débiles lazos, casi todos justificados por las vivencias del colegio, la universidad o algún momento pasajero; sobre lo que le pasaba a mis familiares y a los amigos más cercanos me enteraba de otras maneras. Pasada la curiosidad inicial, revisado el paso del tiempo y la mejora o el desmejoramiento (lo más común), de un determinado plantel de personajes, empecé a desestimar el valor de estar enterado en tiempo real de las peripecias de quienes en realidad no me importaban tanto. Un día cualquiera desactivé mi cuenta (o eso creo, resulta un fastidio desprenderse de ese servicio), gané nuevamente algo de paz y recordé la satisfacción que significa no saber lo que hace la inmensa mayoría de nuestros semejantes.
Tiempo después decidí instalar Twitter en mi teléfono, de nuevo motivado por juicios positivos expresados por parte de personas cercanas. Tras unos años que me parecieron entretenidos, últimamente estoy también valorando si vale la pena asomarse por ese popular foro, dado el nivel de ruindad que puede verse con apenas revisar superficialmente las afirmaciones o comentarios de buena parte (no son todos), de quienes lo frecuentan.
Habrá quien juzgue que tal despliegue de vileza se deba a un aflojamiento de la educación, a la trivialización del respeto, o a la ya sabida tendencia violenta del ser humano; sin embargo, me parece que en gran medida lo que sucede es que hemos logrado amplificar y divulgar la desfachatez en una escala que jamás sospechábamos. Recuerde usted, amigo lector, cuántas veces escuchó algún disparate en una reunión familiar, en una fiesta, en una esquina; aquellos improperios se desvanecían en minutos y quedaban solo en la memoria, si acaso, de algún contertulio observador y meticuloso, no trascendían.
Ahora la torpeza queda registrada para siempre, los errores se vuelven indelebles, las correcciones inútiles. Con la libertad que nos trajo el invento de las llamadas redes sociales se desató también la mezquindad de la naturaleza humana. Un mensaje escrito en la sala de una casa puede llegar a incomodar a un presidente, a un tonto, a miles de desconocidos, creo sinceramente que no estamos preparados para tanta elocuencia, nuestro cerebro no tiene cómo procesar tanta desinformación.
Probablemente lo mejor sea limitar cuidadosamente el uso de las redes. Para enterarme de lo necesario quizá basta con abrir el viejo y conocido periódico, o encender, con algo de precaución, la radio o la televisión. Inclusive llamar a alguien puede ser suficiente, lo demás me está pareciendo algo accesorio.
moreno.slagter@yahoo.com
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