Las dos primeras semanas de la nueva presidencia de los Estados Unidos han sido un torbellino. Muchos estadounidenses sienten como si los hubiesen montado sin permiso en una montaña rusa (no es un chiste malintencionado).
Vemos un país dividido entre los que dictan las órdenes del espectáculo y los que reciben cada nuevo decreto con una sorpresa que no cesa, que cansa. Cuántas cosas pueden pasar en una semana y que uno pueda seguir diciendo: “¡No puede ser!”
Sí puede ser, la pesadilla es real. Es un “relatik”, mi nueva y favorita, palabra inventada.
Con ella quiero unir dos ideas: uno, que de tanto ver esos programas de televisión que se denominan reality, inevitablemente, una de sus estrellas ha llegado al poder a ejercer la política, aun sin estar preparado para ello.
Y dos: el término “realpolitik”, tomado del alemán, con el cual se designa una política basada en el pragmatismo y los intereses de un país de acuerdo con las circunstancias del momento, sin preocuparse de teorías filosóficas o políticas.
Uno de los precursores de esta forma de hacer política fue Maquiavelo, quien en su texto El Príncipe, explica como lo importante es montarse en el poder y retenerlo sin tener en cuenta consideraciones éticas. Es más, si había que utilizar el mal, para lograr el bien, en realidad este comportamiento podía ser visto como ético.
De allí a las verdades alternativas o las posverdades que estamos presenciando, había solo un paso. Nos toca aceptar que el éxito político no tiene nada que ver ni con la verdad ni con la ética.
Parece que en los negocios esto siempre ha sido aceptado. Con el agravante actual de que un hombre que ha quebrado varias empresas y ha dañado la vida de muchos de sus socios, sigue impune y hasta se sienta en el trono más poderoso del planeta.
Sí, trono, siento tener que usar esa palabra. A pesar de haber sido elegido democráticamente a través de un sistema extraño que no tiene que ver con el voto popular, no ganó este último. Algo que lo tiene amargado hasta el punto de, en medio del carrusel de la feria, pedir que se revisara por qué en ese no había ganado también.
Un trono extraño porque nunca le será suficiente. Al iniciar uno de esos eventos rituales que hacen los presidentes en las primeras semanas de gobierno, el nuevo rey se queja de que ya no es el protagonista de ese reality pasado que lo hizo famoso y encima se burla del nuevo protagonista, porque no ha podido tener buen rating.
Lo fascinante de este rey, es que ya no es un misterio que pasa desnudo por las calles de su reino; que no se necesita un niño que diga que el vestido del emperador no existe. Todos los juglares del sistema se la pasan burlando de su desnudez.
Y a él no le importa, así le sigue subiendo el rating y eso es precisamente lo que lo subió al poder. ¿Qué podría haber de malo en eso?
A nosotros los colombianos, por ahora, nos toca decidir si le damos rating a El Comandante o a Popeye. Veremos qué pasa en un año en medio de esta “realitik” que parece ser un virus global.
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