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Paige

Mi hermana no sabe cómo o por qué exactamente cada vez que ve a Paige le dan ganas de llorar. La verdad es que no conocemos a Paige mucho, pero sí lo suficiente. De todos modos es una chica adorable que está en el último año de colegio, esperando saber en qué universidad la aceptaron. Normal, ¿no?

Hace más de un mes, Paige estaba recién operada y recuperándose en casa. No es de esas que adore faltar al colegio, pero le tocaba. Ese día su mundo se vino abajo. Estalló como una realidad insoportable para su alegría de vivir en sus amígdalas recién extraídas.

El bisabuelo de Paige era Max, el hermano de mi abuela Clara. Fue el artífice de la llegada de su cuñado, mi abuelo Karl, a Barranquilla, al borde de la Segunda Guerra Mundial. Max y su esposa, Hilde, llegaron de Alemania a este puerto en 1937 y montaron un delicatessen. Ruth, la abuela de Paige, nació en Barranquilla en 1940.

Pero Paige no conoce Barranquilla y no sabe mucho de la historia de su abuela y por ende de su madre, Lorraine, quien fue criada por su abuelo debido a impedimentos de salud de Ruth, con quien se había mudado a Nueva York, en pos de mejores tratamientos, a inicios de los años 50.

Soy de esas personas con la suerte de haber conocido a cuatro abuelos y a un par de bisabuelos, precisamente los del lado de Clara Weissman. Mi bisabuelo Leo murió del corazón en Barranquilla en 1955 y mi bisabuela Lotte en Nueva York en 1977, cruelmente asesinada a los 85 años en el sótano del edificio donde vivía.

Estas son las cargas genéticas que me llevan a Paige. Las que hacen lloran a mi hermana cuando la ve. A Paige le sacaron las amígdalas y ese día en que mataron a dos de sus mejores amigas  no estaba en el colegio. Se salvó de chiripa, como decimos por acá, por no estar allí, como sus bisabuelos y tatarabuelos de Alemania, para la masacre. Pero se supone que los Estados Unidos no están en guerra.

Es así como ella es nuestro rostro viviente, ese que nos acerca a las marchas y a todo lo que los jóvenes, como ella, han logrado organizar en Estados Unidos, para el asombro de todos los que pensaban que los millennials estaban perdidos para el mundo real.

Pero faltaba que alguien, otro millennial, se diera a la tarea de ir a matar al mayor número posible de excompañeros, porque sí, porque tenía acceso a las armas, para que la inteligencia de estos jóvenes se uniera al susto y a la rabia de modo que el impulso de crear un movimiento de protesta de grandes proporciones y repercusiones hizo una nueva realidad.

Bien por ellos. Los veo y lloro de alegría. Hablo con Paige sobre la marcha del 24 de marzo pasado en Washington, veo las fotos de los miles de miles de asistentes y las maravillas de carteles que escribieron chicos de todas las edades y pienso que hay futuro.

Ustedes pueden pensar que eso qué tiene que ver con nosotros, pero recuerden que estamos en un mundo donde las comunicaciones son globales, virales e instantáneas y que si en los años 60, sin internet, se extendieron tantos movimientos y causas sociales hasta nuestras latitudes, cómo puede ser ahora de interesante observar a estos jóvenes llenos de energía, diciendo: “¡no más!”

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